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Este es el blog de la materia HISTORIA SOCIAL DEL SIGLO XX que se dicta en la FACSO - UNICEN y corresponde al Ciclo Común tanto de la Licenciatura en Comunicación Social y como del Profesorado en Comunicación Social de nuestra casa de estudios.

jueves, 16 de junio de 2011

Hobsbawm, Eric. La era del Imperio (1875 - 1914) Capítulo 2: La economía cambia de ritmo

LA ERA DEL IMPERIO (1875-1914)" ERIC HOBSBAWM


CAPÍTULO 2: LA ECONOMÍA CAMBIA DE RITMO


La combinación se ha convertido gradualmente en el alma de los sistemas comerciales modernos.
A. V. DICEY, 1905(1)

El objetivo de toda concentración de capital y de las unidades de producción debe ser siempre la reducción más amplia posible de los costes de producción, administración y venta, con el propósito de conseguir los beneficios más elevados, eliminando la competencia ruinosa.
CARL DUISBERG, fundador de I. G. Farben, 1903-1904(2)

Hay momentos en que el desarrollo en todas las áreas de la economía capitalista -en los campos de la tecnología, los mercados financieros, el comercio y las colonias- ha madurado hasta el punto de que ha de producirse una expansión extraordinaria del mercado mundial. La producción mundial en su conjunto se eleva entonces hasta alcanzar un nivel nuevo y más global. En ese momento, el capital inicia un período de avance extraordinario.
I. HELPHAND ("Parvus"), 1901(3)

1
Un notable experto norteamericano, al examinar la economía mundial en 1889, año de la fundación de la Internacional Socialista, observaba que desde 1873 estaba marcada por "una perturbación y depresión del comercio sin precedentes". Su peculiaridad más notable, escribió, es su universalidad; afecta a naciones que se han visto implicadas en la guerra, pero también a aquellas que se han mantenido en paz; a las que tienen una moneda estable basada en el oro y a aquellas que tienen una moneda inestable (...); a las que viven bajo un sistema de libre cambio de productos y a aquellas cuyos intercambios son más o menos limitados. Afectan tanto a viejas comunidades como Inglaterra y Alemania como a Australia, Suráfrica y California, que constituyen las nuevas; es una calamidad demasiado fuerte para poder ser soportada tanto para los habitantes de las estériles Terranova y Labrador como para los de las soleadas islas del azúcar de las Indias Orientales y Occidentales; y no ha enriquecido a aquellos que dominan el comercio mundial, cuyos beneficios suelen ser más importantes cuanto más fluctuante e incierta es la situación económica.(4)

Esta opinión, por lo general expresada en un estilo menos barroco, era compartida por muchos observadores contemporáneos, aunque a algunos historiadores posteriores les ha resultado difícil comprenderlo. En efecto, aunque el ciclo comercial, que constituye el ritmo básico de una economía capitalista, generó, ciertamente, algunas depresiones muy agudas en el período transcurrido entre 1873 y mediados del decenio de 1890, la producción mundial, lejos de estancarse, continuó aumentando de forma muy sustancial. Entre 1870 y 1890 la producción de hierro en los cinco países productores más importantes fue de más del doble (pasó de 11 a 23 millones de toneladas); la producción de acero, que se convirtió en un índice adecuado de industrialización en su conjunto, se multiplicó por veinte (pasó de medio millón a 11 millones de toneladas). El comercio internacional continuó aumentando de forma importante, aunque es verdad que a un ritmo menos vertiginoso que antes. En estas mismas décadas, las economías industriales norteamericana y alemana avanzaron a pasos gigantescos y la revolución industrial se extendió a nuevos países como Suecia y Rusia. Algunos países de ultramar, integrados recientemente en la economía mundial, se desarrollaron a un ritmo sin precedentes, preparando una crisis de deuda internacional muy similar a la del decenio de 1980, especialmente porque los nombres de los países deudores son los mismos en muchos casos. La inversión extranjera en Latinoamérica alcanzó su cúspide en el decenio de 1880 al duplicarse la extensión del tendido férreo en Argentina en el plazo de cinco años, y tanto Argentina como Brasil absorbían trescientos mil inmigrantes por año. ¿Puede calificarse de "Gran Depresión" a ese período de espectacular incremento productivo?

Tal vez los historiadores puedan ponerlo en duda, pero no así los contemporáneos. ¿Acaso esos ingleses, franceses, alemanes y norteamericanos inteligentes, bien informados y preocupados, sufrían un engaño colectivo? Sería absurdo pensar así, aunque en cierta forma el tono apocalíptico de algunos comentarios pudiera haber parecido excesivo incluso a los contemporáneos. De ningún modo puede afirmarse que todas "las mentes pensantes y conservadoras" compartieran el sentimiento expresado por el señor Wells de "la amenaza de un aglutinamiento de los bárbaros desde dentro, más que de los antiguos desde fuera, para atacar a toda la organización actual de la sociedad, e incluso la pervivencia de la propia civilización".(5) Pero, desde luego, algunos pensaban así, por no mencionar el número creciente de socialistas que deseaban el colapso del capitalismo bajo sus contradicciones internas insuperables, que el período de depresión parecía poner de manifiesto. La nota de pesimismo en la literatura y en la filosofía de la década de 1880 (v. pp. 98, 258-259, infra) no puede comprenderse perfectamente sin ese sentimiento de malestar general económico y, consecuentemente, social.

En cuanto a los economistas y hombres de negocios, lo que preocupaba incluso a los menos dados al tono apocalíptico era la prolongada "depresión de los precios, una depresión del interés y una depresión de los beneficios". tal como lo expresó en 1888 Alfred Marshall, futuro gurú de la teoría económica.(6) En resumen, tras el drástico hundimiento de la década de 1870 (v. La era del capitalismo, cap. 2) lo que estaba en juego no era la producción, sino su rentabilidad.

La agricultura fue la víctima más espectacular de esa disminución de los beneficios y, a no dudar, constituía el sector más deprimido de la economía y aquel cuyos descontentos tenían consecuencias sociales y políticas más inmediatas y de mayor alcance. La producción agrícola, que se había incrementado notablemente en los decenios anteriores (v. La era del capitalismo, cap. 10), inundaba los mercados mundiales, protegidos hasta entonces por los altos costes del transporte, de una competencia exterior masiva. Las consecuencias para los precios agrícolas, tanto en la agricultura europea como en las economías exportadoras de ultramar, fueron dramáticas. En 1894, el precio del trigo era poco más de un tercio del de 1867, situación extraordinariamente beneficiosa para los compradores pero desastrosa para los agricultores y trabajadores agrícolas, que constituían todavía entre el 40 y el 50% de los trabajadores varones en los países industriales (con la excepción del Reino Unido) y hasta el 90% en los demás países. En algunas zonas, la situación empeoró al coincidir diversas plagas en ese momento; por ejemplo la filoxera a partir de 1872, que redujo en dos tercios la producción de vino en Francia entre 1875 y 1889. Los decenios de depresión no eran una buena época para ser agricultor en ningún país implicado en el mercado mundial. La reacción de los agricultores, según la riqueza y la estructura política de sus países, varió desde la agitación electoral a la rebelión, por no mencionar la muerte por hambre, como ocurrió en Rusia en 1892. El populismo que sacudió a los Estados Unidos en el decenio de 1890, tenía su centro en las regiones trigueras de Kansas y Nebraska. Entre 1879 y 1894 hubo revueltas campesinas, o agitaciones consideradas como tales, en Irlanda, España, Sicilia y Rumania. Los países que no necesitaban preocuparse por el campesinado, porque ya no lo tenían, como el Reino Unido, podían permitir que la agricultura se atrofiara: en ese país desaparecieron los dos tercios de las tierras dedicadas al cultivo del trigo entre 1875 y 1895. Algunas naciones como Dinamarca, modernizaron deliberadamente su agricultura, orientándose hacia la producción de rentables productos ganaderos. Otros gobiernos, como el alemán, pero sobre todo el francés y el norteamericano, establecieron aranceles que elevaron los precios.

No obstante, las dos respuestas más habituales entre la población fueron la emigración masiva y la cooperación, la primera protagonizada por aquellos que carecían de tierras o que tenían tierras pobres, y la segunda fundamentalmente por los campesinos con explotaciones potencialmente viables. La década de 1870 conoció las mayores tasas de emigración a ultramar en los países de emigración ya antigua (salvo el caso excepcional de Irlanda en el decenio posterior a la gran hambruna) (v. Las revoluciones burguesas, cap. 8, V) y el comienzo real de la emigración masiva en países como Italia, España y Austria-Hungría, a los que seguirían Rusia y los Balcanes.(a) Fue esta la válvula de seguridad que permitió mantener la presión social por debajo del punto de rebelión o revolución. En cuanto a la cooperación, proveyó de préstamos modestos al campesinado (en 1908, más de la mitad de los agricultores independientes alemanes pertenecían a esos minibancos rurales, de los que fue pionero el católico Raiffeisen en el decenio de 1870). Mientras tanto, se multiplicaron en varios países las sociedades para la compra cooperativa de suministros, la comercialización en cooperativa y el procesamiento cooperativo (en especial de productos lácteos y, en Dinamarca, para la cura de la panceta). Transcurridos diez años desde 1884, cuando los agricultores franceses utilizaron para sus propios objetivos una ley dirigida a legalizar los sindicatos, 400.000 de ellos pertenecían a casi dos mil de esos syndicats.(7) En 1900 había 1.600 cooperativas para la elaboración de productos lácteos en los Estados Unidos, la mayor parte de ellas en el Medio Oeste, y la industria láctea de Nueva Zelanda estaba bajo un estricto control de las cooperativas de agricultores.

El mundo de los negocios tenía sus propios problemas. En una época en que estamos persuadidos de que el incremento de los precios (la "inflación") es un desastre económico, puede resultar extraño que a los hombres de negocios del siglo XIX les preocupara mucho más el descenso de los precios, y en una centuria deflacionaria en su conjunto, ningún período fue más deflacionario que el de 1873-1896, cuando los precios descendieron en un 40% en el Reino Unido. La inflación no sólo es positiva para quienes están endeudados, como bien lo sabe cualquiera que tenga que pagar una hipoteca a largo plazo, sino que produce un incremento automático de los beneficios, por cuanto los bienes producidos con un coste menor se vendían al precio más elevado del momento de la venta. A la inversa, la deflación hace que disminuyan los beneficios. Una gran expansión del mercado puede compensar esa situación, pero lo cierto es que el mercado no crecía con la suficiente rapidez, en parte porque la nueva tecnología industrial posibilitaba y exigía un crecimiento extraordinario de la producción (al menos si se pretendía que las fábricas produjeran beneficios), en parte porque aumentaba el número de competidores en la producción y de las economías industriales, incrementando enormemente la capacidad total, y también porque el desarrollo de un gran mercado de bienes de consumo era todavía muy lento. Incluso en el caso de productos básicos, la combinación de una mayor capacidad, una utilización más eficaz del producto y los cambios en la demanda podían resultar determinantes: el precio del hierro cayó en un 50% entre 1871-1875 y 1894-1898.

Otra dificultad radicaba en el hecho de que los costes de producción eran más estables que los precios a corto plazo, pues -con algunas excepciones- los salarios no podían ser reducidos -o no lo eran- proporcionalmente, al tiempo que las empresas tenían que soportar también la carga de importantes cantidades de maquinaria y equipo obsoletos o de nuevas máquinas y equipos de alto precio que, al disminuir los beneficios, se tardaba más de lo esperado en amortizar. En algunas partes del mundo, la situación se veía complicada aún más por la caída gradual, pero fluctuante e impredecible a corto plazo, del precio de la plata y de su tipo de cambio con el oro. Mientras ambos metales se mantuvieron estables, situación que había prevalecido durante muchos años hasta 1872, los pagos internacionales calculados en los metales preciosos que constituían la base de la economía monetaria mundial eran bastante sencillos.(b) Pero cuando la tasa de cambio era inestable, las transacciones de negocios entre aquellos países cuyas monedas se basaban en metales preciosos distintos se complicaban enormemente.

¿Qué podía hacerse respecto a la depresión de los precios, de los beneficios y de las tasas de interés? Una de las soluciones consistía en una especie de monetarismo a la inversa que, como parece indicar el importante y ya olvidado debate contemporáneo sobre el "bimeta-lismo", era sustentada por muchos, que atribuían el descenso de los precios fundamentalmente a la escasez de oro, que era cada vez más (a través de la libra esterlina con una paridad de oro fija, es decir, el soberano de oro) la base exclusiva del sistema de pagos mundial. Un sistema basado en el oro y la plata, mineral cada vez más abundante, sobre todo en América, podría elevar los precios a través de la inflación monetaria. La inflación monetaria, de la que eran partidarios especialmente los abrumados agricultores de las praderas, por no mencionar a los propietarios de las minas de plata de las montañas Rocosas, se convirtió en uno de los principios fundamentales de los movimientos populistas norteamericanos y la perspectiva de la crucifixión de la humanidad en una cruz de oro inspiró la retórica del gran tribuno de la plebe William Jennings Bryan (1860-1925). Al igual que en el caso de otras de las causas preferidas de Bryan, como la verdad literal de la Biblia y la consecuente necesidad de rechazar las enseñanzas de las doctrinas de Charles Darwin, defendía una causa perdida. La banca, las grandes empresas y los gobiernos de los países más importantes del capitalismo mundial no tenían la menor intención de abandonar la paridad fija del oro, que para ellos era como el Génesis para Bryan. En cualquier caso, sólo países como México, China y la India, que no contaban en el concierto internacional, trabajaban fundamentalmente con la plata.

Los diferentes gobiernos mostraron una mejor disposición para escuchar a los grupos de intereses y a los núcleos de votantes que les impulsaban a proteger a los productores nacionales de la competencia de los bienes importados. Entre los que solicitaban ese tipo de medidas no estaban únicamente -como era lógico esperar- el bloque importantísimo de los agricultores, sino también sectores significativos de las industrias familiares, que intentaban minimizar la "superproducción" defendiéndose al menos de los adversarios extranjeros. La gran depresión puso fin a la era del liberalismo económico (cf. La era del capitalismo, cap. 2), al menos en el capítulo de los artículos de consumo.(c) Las tarifas proteccionistas, que comenzaron a aplicarse en Alemania e Italia (en los productos textiles) a finales del decenio de 1870, pasaron a ser un elemento permanente en el escenario económico internacional, culminando en los inicios de los años 1890 en las tarifas de penalización asociadas con los nombres de Méline en Francia (1892) y McKinley en los Estados Unidos (1890).(d)

De todos los grandes países industriales, sólo el Reino Unido defendía la libertad de comercio sin restricciones, a pesar de alguna poderosa ofensiva ocasional de los proteccionistas. Las razones eran evidentes, al margen de la ausencia de un campesinado numerosos y por tanto, de un voto proteccionista importante. El Reino Unido era, con mucho, el exportador más importante de productos industriales y en el curso de la centuria había orientado su actividad cada vez más hacia la exportación -sobre todo en los decenios de 1870 y 1880- en mucho mayor medida que sus principales rivales, aunque no más que algunas economías avanzadas de tamaño mucho más reducido, como Bélgica, Suiza, Dinamarca y los Países Bajos. El Reino Unido era, con gran diferencia, el mayor exportador de capital, de servicios "invisibles" financieros y comerciales y de servicios de transporte. Conforme la competencia extranjera penetró en la industria británica, lo cierto es que Londres y la flota británica adquirieron aún más importancia que antes en la economía mundial. Por otra parte, aunque esto se olvida muchas veces, el Reino Unido era el mayor receptor de exportaciones de productos primarios del mundo y dominaba -casi podría decirse constituía- el mercado mundial de algunos de ellos, como la caña de azúcar, el té y el trigo, del que compró en 1880 casi la mitad del total que se comercializó internacionalmente. En 1881, los británicos compraron casi la mitad de las exportaciones mundiales de carne y mucho mayor cantidad de lana y algodón (el 55% de las importaciones europeas) que ningún otro país.(9) Dado que el Reino Unido permitió que declinara la producción de alimentos durante la época de la depresión, su inclinación hacia las importaciones se intensificó extraordinariamente. En 1905-1909 importó no sólo el 56% de todos los cereales que consumió, sino además el 76% de todo el queso y el 68% de los huevos.(10)

La libertad de comercio parecía, pues, indispensable, ya que permitía que los productores de materias primas de ultramar intercambiaran sus productos por los productos manufacturados británicos, reforzando así la simbiosis entre el Reino Unido y el mundo subdesarrollado, sobre el que se apoyaba fundamentalmente la economía británica. Los estancieros argentinos y uruguayos, los productores de lana australianos y los agricultores daneses no tenían interés alguno en impulsar el desarrollo de las manufacturas nacionales, pues obtenían pingües beneficios en su calidad de planetas económicos del sistema solar británico. Los costes de esa situación para el Reino Unido eran importantes. Como hemos visto, el librecambio implicaba permitir el hundimiento de la agricultura británica si no estaba preparada para mantenerse a flote. El Reino Unido era el único país en el que incluso los políticos conservadores, a pesar de la tradicional postura de esos partidos a favor del proteccionismo, estaban dispuestos a abandonar la agricultura. Ciertamente, el sacrificio era más fácil, pues las finanzas de los ricos -y todavía decisivos desde el punto de vista político- terratenientes descansaban ahora no tanto en las rentas procedentes de los campos de maíz como en los ingresos que obtenían de las propiedades urbanas y de las inversiones. ¿No podía implicar eso también la disposición a sacrificar la industria británica, como temían los proteccionistas? Considerando la cuestión de forma retrospectiva, desde el Reino Unido de los años ochenta del siglo XX, en proceso de desindustrialización, ese temor no parece infundado. Después de todo, el capitalismo no existe para realizar una selección determinada de productos, sino para obtener dinero. Pero, aunque estaba claro ya que en la política británica la opinión de la City londinense contaba mucho más que la de los industriales de las provincias, por el momento los intereses de la City no parecían estar encontrados con los de los representantes de la industria. Por ello, el Reino Unido continuó mostrándose partidario del liberalismo económico(e) y al actuar así otorgó a los países proteccionistas la libertad de controlar sus mercados internos y de impulsar sus exportaciones.

Economistas e historiadores han debatido sin cesar los efectos de ese renacimiento del proteccionismo internacional o, en otras palabras, la extraña esquizofrenia del capitalismo mundial. En el siglo XIX, el núcleo fundamental del capitalismo lo constituían cada vez más las "economías nacionales": el Reino Unido, Alemania, Estados Unidos, etc. No obstante a pesar del título programático de la gran obra de Adam Smith, La riqueza de las naciones (1776), la "nación" como unidad no tenía un lugar claro en la teoría pura del capitalismo liberal, cuyos elementos básicos eran los átomos irreducibles de la empresa, el individuo o la "compañía" (sobre la cual no se decía mucho) impulsados por el imperativo de maximizar las ganancias y minimizar las pérdidas. Actuaban en "el mercado", que, en sus límites, era global. El liberalismo era el anarquismo de la burguesía y, como en el anarquismo revolucionario, en él no había lugar para el Estado. O, más bien, el Estado como factor económico sólo existía como algo que interfería el funcionamiento autónomo e independiente de "el mercado".

Esta interpretación no carecía de lógica. Por una parte, parecía razonable pensar -en especial tras la liberación de las economías a mediados de siglo (La era del capitalismo, cap. 2)- que lo que permitía que esa economía evolucionara y creciera eran las decisiones económicas de sus componentes fundamentales. Por otra parte, la economía capitalista era global, y no podía ser de otra forma. Además, esa característica se reforzó a lo largo del siglo XIX, cuando el capitalismo amplió su esfera de actuación a zonas del planeta cada vez más remotas y transformó todas las regiones de manera cada vez más profunda. A mayor abundamiento, esa economía no reconocía fronteras, pues cuando alcanzaba mayor rendimiento era cuando nada interfería con el libre movimiento de los factores de producción, Así pues, el capitalismo no sólo era internacional en la práctica sino internacionalista desde el punto de vista teórico. El ideal de sus teóricos era la división internacional del trabajo que asegurara el crecimiento más intenso de la economía. Sus criterios eran globales: no tenía sentido intentar producir plátanos en Noruega, porque su producción era mucho más barata en Honduras. Rechazaban cualquier tipo de argumento local o regional opuesto a sus conclusiones. La teoría pura del liberalismo económico se veía obligada a aceptar las consecuencias más extremas, incluso absurdas, de sus supuestos siempre que se demostrara que producían resultados óptimos a escala global. Si se podía demostrar que toda la producción industrial del mundo debía estar concentrada en Madagascar (de la misma forma que el 80% de la producción de relojes estaba concentrada en una pequeña zona de Suiza)(11) ,o que toda la población de Francia debía trasladarse a Siberia (al igual que una parte importante de la población noruega se trasladó mediante la emigración a los Estados Unidos)(f), no existía argumento económico alguno que pudiera oponerse a esas iniciativas.

¿Qué podía considerarse erróneo desde el punto de vista económico, respecto al cuasimo-nopolio inglés de la industria global a mediados de siglo o de la evolución demográfica de Irlanda, que perdió casi la mitad de su población entre 1841 y 1911? El único equilibrio que reconocía la teoría económica liberal era el equilibrio a escala mundial.

Pero en la práctica ese modelo resultaba inadecuado. La economía capitalista mundial en evolución era un conjunto de bloques sólidos, pero también un fluido. Sean cuales fueren los orígenes de las "economías nacionales" que constituían esos bloques -es decir, las economías definidas por las fronteras de los Estados- y con independencia de las limitaciones teóricas de una teoría económica basada en ellas -fundamentalmente por teóricos alemanes-, las economías nacionales existían porque existían las naciones-Estado. Tal vez sea cierto que nadie hubiera considerado a Bélgica como la primera economía industrializada del continente europeo si Bélgica hubiera seguido siendo una parte de Francia (como lo era hasta 1815) o una región de los Países Bajos unidos (como lo fue entre 1815 y 1830). Sin embargo, una vez que Bélgica se convirtió en Estado, tanto su política económica como la dimensión política de las actividades económicas de sus habitantes se vieron determinados por ese hecho. Es cierto que existían y existen actividades económicas como las finanzas internacionales que son fundamentalmente cosmopolitas y que, en consecuencia, escapaban a las limitaciones nacionales, en la medida en que éstas eran eficaces. Pero incluso esas empresas transnacionales tenían buen cuidado en vincularse a una economía nacional convenientemente importante. Así, las familias de banqueros (fundamentalmente alemanas) tendieron a transferir sus sedes de París a Londres a partir de 1860. Y la más internacional de esas familias de banqueros, los Rothschild, alcanzó el éxito cuando actuó en la capital de un gran Estado y fracasó cuando no lo hizo así: los Rothschild de Londres, París y Viena fueron en todo momento una fuerza influyente, pero no puede decirse lo mismo de los Rothschild de Nápoles y Frankfurt (la firma se negó a trasladarse a Berlín). Tras la unificación de Alemania, Frankfurt había dejado de ser el lugar adecuado.

Naturalmente, estas observaciones se refieren fundamentalmente al sector "desarrollado" del mundo, es decir, a los Estados capaces de defender de la competencia a sus economías en proceso de industrialización y no al resto del planeta, cuyas economías eran dependientes, política o económicamente, del núcleo "desarrollado". En unos casos, esas regiones no tenían posibilidad de elección, pues una potencia decidía el curso de sus economías o bien una economía imperial tenía la posibilidad de convertirlas en repúblicas bananeras o cafeteras. En otros casos, esas economías no estaban interesadas en otras posibilidades alternativas de desarrollo, pues les era rentable convertirse en productoras especializadas de materias primas para un mercado mundial formado por los Estados metropolitanos. En la periferia del mundo, la "economía nacional", en la medida en que puede afirmarse que existía, tenía funciones distintas.

Pero el mundo desarrollado no era tan sólo un agregado de "economías nacionales". La industrialización y la depresión hicieron de ellas un grupo de economías rivales, donde los beneficios de una parecían amenazar la posición de las otras. No sólo competían las empresas, sino también las naciones. De esta forma, muchos británicos sentían que se les erizaban los cabellos cuando leían artículos periodísticos sobre la invasión económica alemana: Made in Germany, de E. E. Williams (1896) o American Invaders, de Fred A. Mackenzie (1902). (13) Sus padres no habían perdido la calma ante las advertencias (justificadas) de la superioridad técnica de los extranjeros. El proteccionismo expresaba una situación de competitividad económica internacional. Pero ¿cuáles fueron sus consecuencias? Podemos aceptar como cierto que un exceso de proteccionismo generalizado, que intenta parapetar la economía de cada nación-Estado frente al extranjero tras una serie de fortificaciones políticas, es perjudicial para el crecimiento económico mundial. Esto quedaría perfectamente demostrado en el período de entreguerras. Pero en 1880-1914, el proteccionismo no era general ni tampoco excesivamente riguroso, con algunas excepciones ocasionales, y, como hemos visto, quedó limitado a los bienes de consumo y no afectó al movimiento de mano de obra y a las transacciones financieras internacionales. En general, el proteccionismo agrícola funcionó en Francia, fracasó en Italia (donde la respuesta fue la emigración masiva) y protegió los intereses de los grandes terratenientes en Alemania.(14)En conjunto, el proteccionismo industrial contribuyó a ampliar la base industrial del planeta, impulsando a las industrias nacionales a abastecer los mercados domésticos, que crecían también a un ritmo vertiginoso. En consecuencia, se ha calculado que entre 1880 y 1914 el incremento global de la producción y el comercio fue mucho más elevado que durante los decenios en los que estuvo vigente el librecambio.(15) Ciertamente, en 1914 la producción industrial estaba algo menos desigualmente distribuida que cuarenta años antes en el ámbito del mundo metropolitano o "desarrollado" En 1870, los cuatro Estados industriales más importantes producían casi el 80 % de los productos manufacturados del mundo, pero en 1913 esa proporción era del 72 %, en una producción global que se había multiplicado por 5.(16) Es discutible hasta qué punto influyó el proteccionismo en esa tendencia, pero parece indudable que no fue un obstáculo serio para el crecimiento.

No obstante, si el proteccionismo fue la reacción política instintiva del productor preocupado ante la depresión, no fue la respuesta económica más significativa del capitalismo a los problemas que le afligían. Esa respuesta radicó en la combinación de la concentración económica y la racionalización empresarial o, según la terminología norteamericana, que comenzaba ahora a servir de modelo, los "trusts" y "la gestión científica". Mediante la aplicación de estos dos tipos de medidas, se intentaba ampliar los márgenes de beneficio, reducidos por la competitividad y por la caída de los precios.

No hay que confundir concentración económica con monopolio en sentido estricto (control del mercado por una sola empresa) o, en el sentido más amplio en que se utiliza habitualmente, con el control del mercado por un grupo de empresas dominantes (oligopolio). Ciertamente, los casos de concentración que suscitaron el rechazo público fueron de este tipo, producidos generalmente por fusiones o por acuerdos para el control del mercado entre empresas que, según la teoría de la libre empresa, deberían haber competido de forma implacable en beneficio del consumidor. Tales fueron los "trusts norteamericanos", que provocaron una legislación antimonopolista, como la Sherman Anti-Trust Act (1890), de dudosa eficacia, y los "sindicatos" o los carteles alemanes -fundamentalmente en las industrias pesadas-, que gozaban del apoyo del Gobierno. El sindicato del carbón de Renania-Westfalia (1893), que controlaba el 90 % de la producción de carbón en su región, o la Standard Oil Company, que en 1880 controlaba entre el 90 y el 95% del petróleo refinado en los Estados Unidos, eran, sin duda, monopolios. También lo era, a efectos prácticos, el "billion dolar Trust" de la Unites States Steel (1901) con el 63 % de la producción de acero en Norteamérica. Es claro también que la tendencia a abandonar la competencia ilimitada y a implantar "la cooperación de varios capitalistas que previamente actuaban por separado" (17) se hizo evidente durante la gran depresión y continuó en el nuevo período de prosperidad general. La existencia de una tendencia hacia el monopolio o el oligopolio es indudable en las industrias pesadas, en industrias estrechamente dependientes de los pedidos del Gobierno como en el sector de armamento en rápida expansión (v. pp. 306-309), en industrias que producían y distribuían nuevas formas revolucionarias de energía, como el petróleo y la electricidad, así como en el transporte y en algunos productos de consumo masivo como el jabón y el tabaco.

Pero el control del mercado y la eliminación de la competencia sólo eran un aspecto de un proceso más general de concentración capitalista y no fueron ni universales ni irreversibles: en 1914 la competitividad en las industrias norteamericanas del petróleo y del acero era mayor que diez años antes. En este contexto, es erróneo hablar en 1914 de "capitalismo monopolista" para referirse a lo que en 1900 se calificaba con toda rotundidad como una nueva fase del desarrollo capitalista. Pero de todas formas poco importa el nombre que le demos ("capitalismo corporativo", "capitalismo organizado", etc.), en tanto en cuanto se acepte -y debe ser aceptado- que la concentración avanzó a expensas de la competencia de mercado, las corporaciones a expensas de las empresas privadas, los grandes negocios y grandes empresas a expensas de las más pequeñas y que esa concentración implicó una tendencia hacia el oligopolio. Esto se hizo evidente incluso en un bastión tan poderoso de la arcaica empresa competitiva pequeña y media como el Reino Unido. A partir de 1880, el modelo de distribución se revolucionó. Los términos ultramarinos y carnicero no designaban ya simplemente a un pequeño tendero, sino cada vez más a una empresa nacional o internacional con cientos de sucursales. En cuanto a la banca, un número reducido de grandes bancos, sociedades anónimas con redes de agencias nacionales, sustituyeron rápidamente a los pequeños bancos: el Lloyds Bank absorbió 164 de ellos. Como se ha señalado, a partir de 1900 el viejo "banco local" británico se convirtió en "una curiosidad histórica".

Al igual que la concentración económica, la "gestión científica" (esta expresión no comenzó a utilizarse hasta 1910) fue fruto del período de la gran depresión. Su fundador y apóstol, F. W. Taylor (1856-1915), comenzó a desarrollar sus ideas en 1880 en la problemática industria del acero norteamericana. Las nuevas técnicas alcanzaron Europa en el decenio de 1890. La presión sobre los beneficios en el período de la depresión, así como el tamaño y la complejidad cada vez mayor de las empresas, sugirió que los métodos tradicionales y empíricos de organizar las empresas, y en especial la producción, no eran ya adecuados. Así surgió la necesidad de una forma más racional o "científica" de controlar y programar las empresas grandes y deseosas de maximizar los beneficios. La tarea en la que concentró inmediatamente sus esfuerzos el "taylorismo" y con la que se identificaría ante la opinión pública la "gestión científica" fue la de sacar mayor rendimiento a los trabajadores. Ese objetivo se intentó alcanzar mediante tres métodos fundamentales: 1) aislando a cada trabajador del resto del grupo y transfiriendo el control del proceso productivo a los representantes de la dirección, que decían al trabajador exactamente lo que tenía que hacer y la producción que tenía que alcanzar a la luz de 2) una descomposición sistemática de cada proceso en elementos componentes cronometrados ("estudio de tiempo y movimiento") y 3) sistemas distintos de pago de salario que supusieran para el trabajador un incentivo para producir más. Esos sistemas de pago atendiendo a los resultados alcanzaron una gran difusión, pero, a efectos prácticos, el taylorismo en sentido literal no había hecho prácticamente ningún progreso antes de 1914 en Europa -ni en los Estados Unidos- y sólo llegó a ser familiar como eslogan en los círculos empresariales en los últimos años anteriores a la guerra. A partir de 1918, el nombre de Taylor, como el de otro pionero de la producción masiva, Henry Ford, se identificaría con la utilización racional de la maquinaria y la mano de obra para maximizar la producción, paradójicamente tanto entre los planificadores bolcheviques como entre los capitalistas.

No obstante, es indudable que entre 1880 y 1914 la transformación de la estructura de las grandes empresas, desde el taller hasta las oficinas y la contabilidad, hicieron un progreso sustancial. La "mano visible" de la moderna organización y dirección sustituyó a la "mano invisible" del mercado anónimo de Adam Smith. Los ejecutivos, ingenieros y contables comenzaron, así, a desempeñar tareas que hasta entonces acumulaban los propietarios-gerentes. La "corporación" o Konzern sustituyó al individuo. El típico hombre de negocios, al menos en los grandes negocios, no era ya tanto un miembro de la familia fundadora, sino un ejecutivo asalariado, y aquel que miraba a los demás por encima del hombro era más frecuentemente el banquero o accionista que el gerente capitalista.

Existía una tercera posibilidad para solucionar los problemas del capitalismo: el imperialismo. Muchas veces se ha mencionado la coincidencia cronológica entre la depresión y la fase dinámica de la división colonial del planeta. Los historiadores han debatido intensamente hasta qué punto estaban conectados ambos fenómenos. En cualquier caso, como veremos en el próximo capítulo, esa relación era mucho más compleja que la de la simple causa y efecto. De cualquier forma, no puede negarse que la presión del capital para conseguir inversiones más productivas, así como la de la producción a la búsqueda de nuevos mercados, contribuyó a impulsar la política de expansión, que incluía la conquista colonial. "La expansión territorial -afirmó un funcionario del Departamento de Estado de los Estados Unidos en 1900- no es sino una consecuencia de la expansión del comercio." (18) Desde luego, no era el único que así pensaba en el ámbito de la economía y de la política internacional.

Debemos mencionar un resultado final, o efecto secundario, de la gran depresión. Fue también una época de gran agitación social. Como hemos visto, no sólo entre los agricultores, sacudidos por los terremotos del colapso de los precios agrarios, sino también entre las clases obreras. No resulta tan sencillo explicar por qué la depresión produjo la movilización masiva de las clases obreras industriales en numerosos países y, desde finales del decenio de 1880, la aparición de movimientos obreros y socialistas de masas en algunos de ellos. En efecto, paradójicamente, las mismas caídas de los precios que radicalizaron automáticamente las posiciones de los agricultores sirvieron para abaratar notablemente el coste de vida de los asalariados y produjeron una indudable mejora del nivel material de vida de los trabajadores en la mayor parte de los países industrializados. Pero nos contentaremos con señalar aquí que los modernos movimientos obreros son también hijos del período de la depresión. Esos movimientos serán analizados en el capítulo 5.

2
Desde mediados del decenio de 1890 hasta la primera guerra mundial, la orquesta económica global realizó sus interpretaciones en el tono mayor de la prosperidad más que, como hasta entonces, en el tono menor de la depresión. La afluencia, consecuencia de la prosperidad de los negocios, constituyó el trasfondo de lo que se conoce todavía en el continente europeo como la belle époque. El paso de la preocupación a la euforia fue tan súbito y dramático, que los economistas buscaban alguna fuerza externa especial para explicarlo, un Deus ex machina, que encontraron en el descubrimiento de enormes depósitos de oro en Suráfrica, la última de las grandes fiebres del oro occidentales, la Klondike (1898), y en otros lugares. En conjunto, los historiadores de la economía se han dejado impresionar menos por esas tesis básicamente monetaristas que algunos gobiernos de finales del siglo XX. No obstante, la rapidez del cambio fue sorprendente y diagnosticada casi de forma inmediata por un revolucionario especialmente agudo, A. L. Helphand (1869-1924), cuyo nombre de pluma era Parvus, como indicativo del comienzo de un período nuevo y duradero de extraordinario progreso capitalista. De hecho, el contraste entre la gran depresión y el boom secular posterior constituyó la base de las primeras especulaciones sobre las "ondas largas" en el desarrollo del capitalismo mundial, que más tarde se asociarían con el nombre del economista ruso Kondratiev. Entretanto, era evidente, en cualquier caso, que quienes habían hecho lúgubres previsiones sobre el futuro del capitalismo, o incluso sobre su colapso inminente, se habían equivocado. Entre los marxistas se suscitaron apasionadas discusiones sobre lo que eso implicaba para el futuro de sus movimientos y si las doctrinas de Marx tendrían que ser "revisadas".

Los historiadores de la economía tienden a centrar su atención en dos aspectos del período: la redistribución del poder y la iniciativa económica, es decir, en el declive relativo del Reino Unido y en el progreso relativo -y absoluto- de los Estados Unidos y sobre todo de Alemania, y asimismo en el problema de las fluctuaciones a largo y a corto plazo, es decir, fundamentalmente en la "onda larga" de Kondratiev, cuyas oscilaciones hacia abajo y hacia arriba dividen claramente en dos el período que estudiamos. Por interesantes que puedan ser estos problemas, son secundarios desde el punto de vista de la economía mundial.

Como cuestión de principio, no es sorprendente que Alemania, cuya población se elevó de 45 a 65 millones, y los Estados Unidos, que pasó de 50 a 92 millones, superaran al Reino Unido, con un territorio más reducido y menos poblado. Pero eso no hace menos impresionante el triunfo de las exportaciones industriales alemanas. En los treinta años transcurridos hasta 1913 pasaron de menos de la mitad de las exportaciones británicas a superarlas. Excepto en lo que podríamos llamar los "países semiindustrializados" -es decir, a efectos prácticos, los dominios reales o virtuales del Imperio británico, incluyendo sus dependencias económicas latinoamericanas-, las exportaciones alemanas de productos manufacturados superaron a las del Reino Unido en toda la línea. Se incrementaron en una tercera parte en el mundo industrial e incluso el 10 % en el mundo desarrollado. Una vez más hay que decir que no es sorprendente que el Reino Unido no pudiera mantener su extraordinaria posición como "taller del mundo", que poseía hacia 1860. Incluso los Estados Unidos, en el cenit de su supremacía global a comienzos de 1950 -y cuyo porcentaje de la población mundial era tres veces mayor que el del Reino Unido en 1860- nunca alcanzó el 53 % de la producción de hierro y acero y el 49 % de la producción textil. Pero esto no explica exactamente por qué se produjo -o incluso si se produjo- la ralentización del crecimiento y la decadencia de la economía británica, aspectos que han sido objeto de gran número de estudios. El tema realmente importante no es quién creció más y más deprisa en la economía mundial en expansión, sino su crecimiento global como un todo.

En cuanto al ritmo Kondratiev -llamarlo "ciclo" en el sentido estricto de la palabra supone asumir la verdad de la cuestión- plantea cuestiones analíticas fundamentales sobre la naturaleza del crecimiento económico en la era capitalista o, como podrían argumentar algunos estudiosos, sobre el crecimiento de cualquier economía mundial. Lamentablemente, ninguna de las teorías sobre esta curiosa alternativa de fases de confianza y de dificultad económica, que forman en conjunto una "onda" de aproximadamente medio siglo, tiene aceptación generalizada. La teoría mejor conocida y más elegante al respecto, la de Josef Alois Schumpeter (1883-1950), asocia cada "fase descendente" con el agotamiento de los beneficios potenciales de una serie de "innovaciones" económicas y la nueva fase ascendente con una serie de innovaciones fundamentalmente -aunque no de forma exclusiva- tecnológicas, cuyo potencial se agotará a su vez. Así, las nuevas industrias, que actúan como "sectores punta" del crecimiento económico -por ejemplo, el algodón en la primera revolución industrial, el ferrocarril en el decenio de 1840 y después de él- se convierten en una especie de locomotoras que arrastran la economía mundial del marasmo en el que se ha visto sumida durante un tiempo. Esta teoría es plausible, pues cada período ascendente secular desde los años 1780 ha estado asociado con la aparición de nuevas industrias, cada vez más revolucionarias desde el punto de vista tecnológico; tal vez, dos de los más notables booms económicos globales son los dos decenios y medio anteriores a 1970. El problema que se plantea respecto a la fase ascendente de los últimos años del decenio de 1890 es que las industrias innovadoras del período -en términos generales, las químicas y eléctricas o las asociadas con las nuevas fuentes de energía que pronto competirían seriamente con el vapor- no parecen haber estado todavía en situación de dominar los movimientos de la economía mundial. En definitiva, como no podemos explicarlas adecuadamente, las periodicidades de Kondratiev no nos son de gran ayuda. Únicamente nos permiten observar que el período que estudia este libro cubre la caída y el ascenso de una "onda Kondratiev", pero eso no es sorprendente, por cuanto toda la historia moderna de la economía global queda dentro de ese modelo.

Sin embargo, existe un aspecto del análisis de Kondratiev que es pertinente para un período de rápida globalización de la economía mundial. Nos referimos a la relación entre el sector industrial del mundo, que se desarrolló mediante una revolución continua de la producción, y la producción agrícola mundial, que se incrementó fundamentalmente gracias a la incorporación de nuevas zonas geográficas de producción o de zonas que se especializaron en la producción para la exportación. En 1910-1913 el mundo occidental disponía para el consumo de doble cantidad de trigo (en promedio) que en el decenio de 1870. Pero ese incremento procedía básicamente de unos cuantos países: los Estados Unidos, Canadá, Argentina y Australia y, en Europa, Rusia, Rumanía y Hungría. El crecimiento de la producción en la Europa occidental (Francia, Alemania, el Reino Unido, Bélgica, Holanda y Escandinavia) suponía tan sólo el 10-15 % del nuevo abastecimiento. Por tanto, no es sorprendente, aun si prescindimos de catástrofes agrícolas como los ocho años de sequía (1895-1902) que acabaron con la mitad de la cabaña de ovejas de Australia y nuevas plagas como el gorgojo, que atacó el cultivo de algodón en los Estados Unidos a partir de 1892, que la tasa de crecimiento de la producción agrícola mundial se ralentizara después del inicial salto hacia adelante. Así, la "relación de intercambio" tendería a variar a favor de la agricultura y en contra de la industria, es decir, los agricultores pagaban menos, de forma relativa y absoluta, por lo que compraban a la industria, mientras que la industria pagaba más, tanto relativa como absolutamente, por lo que compraba a la agricultura.

Se ha argumentado que esa variación en las relaciones de intercambio puede explicar que los precios, que habían caído notablemente entre 1873 y 1896, experimentaran un importante aumento desde esa última fecha hasta 1914 y posteriormente. Es posible, pero, de cualquier forma, lo seguro es que ese cambio en las relaciones de intercambio supuso una presión sobre los costes de producción en la industria y, en consecuencia, sobre su tasa de beneficio. Por fortuna para la "belleza" de la belle époque, la economía estaba estructurada de tal forma que esa presión se podía trasladar de los beneficios a los trabajadores. El rápido incremento de los salarios reales, característico del período de la gran depresión, disminuyó notablemente. En Francia y el Reino Unido hubo incluso un descenso de los salarios reales entre 1899 y 1913. Esto explica en parte el incremento de la tensión social y de los estallidos de violencia en los últimos años anteriores a 1914.

¿Cómo explicar, pues, que la economía mundial tuviera tan gran dinamismo? Sea cual fuere la explicación en detalle, no hay duda de que la clave en esta cuestión hay que buscarla en el núcleo de países industriales o en proceso de industrialización, que se distribuían en la zona templada del hemisferio norte, pues actuaban como locomotoras del crecimiento global, tanto en su condición de productores como de mercado.

Esos países constituían ahora una masa productiva ingente y en rápido crecimiento y ampliación en el centro de la economía mundial. Incluían no sólo los núcleos grandes y pequeños de la industrialización de mediados de siglo, con una tasa de expansión que iba desde lo impresionante hasta lo inimaginable -el Reino Unido, Alemania, los Estados Unidos, Francia, Bélgica, Suiza y los territorios checos-, sino también un nuevo conjunto de regiones en proceso de industrialización: Escandinavia, los Países Bajos, el norte de Italia, Hungría, Rusia e incluso Japón. Constituían también una masa cada vez más impresionante de compradores de los productos y servicios del mundo: un conjunto que vivía cada vez más de las compras, es decir, que cada vez era menos dependiente de las economías rurales tradicionales. La definición habitual de un "habitante de una ciudad" del siglo XIX era la de aquel que vivía en un lugar de más de 2000 habitantes, pero incluso si adoptamos un criterio menos modesto (5000), el porcentaje de europeos de la zona "desarrollada" y de norteamericanos que vivían en ciudades se había incrementado hasta el 41 % en 1910 (desde el 19 y el 14 %, respectivamente, en 1850) y tal vez el 80 % de los habitantes de las ciudades (frente a los dos tercios en 1850) vivían en núcleos de más de 20.000 habitantes; de ellos, un número muy superior a la mitad vivían en ciudades de más de cien mil habitantes, es decir, grandes masas de consumidores. (19)

Además, gracias al descenso de los precios que se había producido durante el período de la depresión, esos consumidores disponían de mucho más dinero que antes para gastar, aun considerando el descenso de los salarios reales que se produjo a partir de 1900. Los hombres de negocios comprendían la gran importancia colectiva de esa acumulación de consumidores, incluso entre los pobres. Si los filósofos políticos temían la aparición de las masas, los vendedores la acogieron muy positivamente. La industria de la publicidad, que se desarrolló como fuerza importante en este período, los tomó como punto de mira. La venta a plazos, que apareció durante esos años, tenía como objetivo permitir que los sectores con escasos recursos pudieran comprar productos de alto precio. El arte y la industria revolucionarios del cine (v. cap. 9, infra) creció desde la nada en 1895 hasta realizar auténticas exhibiciones de riqueza en 1915 y con unos productos tan caros de fabricar que superaban a los de las óperas de príncipes, y todo ello apoyándose en la fuerza de un público que pagaba en monedas de cinco centavos.

Una sola cifra basta para ilustrar la importancia de la zona "desarrollada" del mundo en este período. A pesar del notable crecimiento que experimentaron regiones y economías nuevas en ultramar, a pesar de la sangría de una emigración masiva sin precedentes, el porcentaje de europeos en el conjunto de la población mundial aumentó en el siglo XIX y su tasa de crecimiento se aceleró desde el 7 % anual en la primera mitad del siglo y el 8 % en la segunda hasta el 13 % en los años 1900-1913. Si a ese continente urbanizado de compradores potenciales añadimos los Estados Unidos y algunas economías de ultramar en rápido desarrollo pero de mucho menor envergadura, tenemos un mundo "desarrollado" que ocupaba aproximadamente el 15 % de la superficie del planeta, con alrededor del 40 % de sus habitantes.

Así, pues, estos países constituían el núcleo central de la economía mundial. En conjunto formaban el 80 % del mercado internacional. Más aún, determinaban el desarrollo del resto del mundo, de unos países cuyas economías crecieron gracias a que abastecían las necesidades de otras economías. No sabemos qué habría ocurrido si Uruguay u Honduras hubieran seguido su propio camino. (De cualquier forma, era difícil que eso pudiera suceder: Paraguay intentó en una ocasión apartarse del mercado mundial y fue obligado por la fuerza a reintegrarse en él; v. la era del capitalismo, cap. 4). Lo que sabemos es que el primero de esos países producía carne porque había un mercado para ese producto en el Reino Unido, y el segundo, plátanos porque algunos comerciantes de Boston pensaron que los norteamericanos gastarían dinero para consumirlos. Algunas de esas economías satélites conseguían mejores resultados que otras, pero cuanto mejores eran esos resultados, mayores eran los beneficios para las economías del núcleo central, para las cuales ese crecimiento significaba la posibilidad de exportar una mayor cantidad de productos y capital. La marina mercante mundial, cuyo crecimiento indica aproximadamente la expansión de la economía global, permaneció más o menos invariable entre 1860 y 1890, fluctuando entre los 16 y 20 millones de toneladas. Pero entre 1890 y 1914, ese tonelaje casi se duplicó.

3
¿Cómo resumir, pues, en unos cuantos rasgos lo que fue la economía mundial durante la era del imperio?

En primer lugar, como hemos visto, su base geográfica era mucho más amplia que antes. El sector industrial y en proceso de industrialización se amplió, en Europa mediante la revolución industrial que conocieron Rusia y otros países como Suecia y los Países Bajos, apenas afectados hasta entonces por ese proceso, y fuera de Europa por los acontecimientos que tenían lugar en Norteamérica y, en cierta medida, en Japón. El mercado internacional de materias primas se amplió extraordinariamente -entre 1880 y 1913 se triplicó el comercio internacional de esos productos-, lo cual implicó también el desarrollo de las zonas dedicadas a su producción y su integración en el mercado mundial. Canadá se unió a los grandes productores de trigo del mundo a partir de 1900, pasando su cosecha de 1891 millones de litros anuales en el decenio de 1890 a los 7272 millones en 1910-1913. (20) Argentina se convirtió en un gran exportador de trigo en la misma época, y cada año, contingentes de trabajadores italianos, apodados golondrinas, cruzaban en ambos sentidos los 16000 kilómetros del Atlántico para recoger la cosecha. La economía de la era del imperio permitía cosas tales como que Bakú y la cuenca del Donetz se integraran en la geografía industrial, que Europa exportara productos y mujeres a ciudades de nueva creación como Johannesburgo y Buenos Aires y que se erigieran teatros de ópera sobre los huesos de indios enterrados en ciudades surgidas al socaire del auge del caucho, 1500 km. río arriba en el Amazonas.

Como ya se ha señalado, la economía mundial era, pues, mucho más plural que antes. El Reino Unido dejó de ser el único país totalmente industrializado y la única economía industrial. Si consideramos en conjunto la producción industrial y minera (incluyendo la industria de la construcción) de las cuatro economías nacionales más importantes, en 1913 los Estados Unidos aportaban el 46% del total de la producción; Alemania, el 23,5%; el Reino Unido, el 19,5%; y Francia, el 11%. (21) Como veremos, la era del imperio se caracterizó por la rivalidad entre los diferentes Estados. Además, las relaciones entre el mundo desarrollado y el sector subdesarrollado eran también muy variadas y complejas que en 1860, cuando la mitad de todas las exportaciones de Africa, Asia y Latinoamérica convergían en un solo país, Gran Bretaña. En 1900 ese porcentaje había disminuido hasta el 25% y las exportaciones del tercer mundo a otros países de la Europa occidental eran ya más importantes que las que confluían en el Reino Unido (el 31%). (22) La era del imperio había dejado de ser monocéntrica.

Ese pluralismo creciente de la economía mundial quedó enmascarado hasta cierto punto por la dependencia que se mantuvo, e incluso se incrementó, de los servicios financieros, comerciales y navieros con respecto al Reino Unido. Por una parte, la City londinense era, más que nunca, el centro de las transacciones internacionales, de tal forma que sus servicios comerciales y financieros obtenían ingresos suficientes como para compensar el importante déficit en la balanza de artículos de consumo (137 millones de libras frente a 142 millones, en 1906-1910). Por otra parte, la enorme importancia de las inversiones británicas en el extranjero y su marina mercante reforzaban aún más la posición central del país en una economía mundial abocada en Londres y cuya base monetaria era la libra esterlina. En el mercado internacional de capitales, el Reino Unido conservaba un dominio abrumador. En 1914, Francia, Alemania, los Estados Unidos, Bélgica, los Países Bajos, Suiza y los demás países acumulaban, en conjunto, el 56% de las inversiones mundiales en ultramar, mientras que la participación del Reino Unido ascendía al 44%. (23) En 1914, la flota británica de barcos de vapor era un 12% más numerosa que la flota de todos los países europeos juntos.

De hecho, ese pluralismo al que hacemos referencia reforzó por el momento la posición central del Reino Unido. En efecto, conforme las nuevas economías en proceso de industrialización comenzaron a comprar mayor cantidad de materias primas en el mundo subdesarrollado, acumularon un déficit importante en su comercio con esa zona del mundo. Era el Reino Unido el país que restablecía el equilibrio global importando mayor cantidad de productos manufacturados de sus rivales, gracias también a sus exportaciones de productos industriales al mundo dependiente, pero, sobre todo, con sus ingentes ingresos invisibles, procedentes tanto de los servicios internacionales en el mundo de los negocios (banca, seguros, etc.) como de su condición de principal acreedor mundial debido a sus importantísimas inversiones en el extranjero. El relativo declive industrial del Reino Unido reforzó, pues, su posición financiera y su riqueza. Los intereses de la industria británica y de la City, compatibles hasta entonces, comenzaron a entrar en una fase de enfrentamiento.

La tercera característica de la economía mundial es, a primera vista, la más obvia: la revolución tecnológica. Como sabemos, fue en este período cuando se incorporaron a la vida moderna el teléfono y la telegrafía sin hilos, el fonógrafo y el cine, el automóvil y el aeroplano, y cuando se aplicaron a la vida doméstica la ciencia y la alta tecnología mediante artículos tales como la aspiradora (1908) y el único medicamento universal que se ha inventado, la aspirina (1899). Tampoco debemos olvidar la que fue una de las máquinas más extraordinarias inventadas en ese período, cuya contribución a la emancipación humana fue reconocida de forma inmediata: la modesta bicicleta. Pero antes de que saludemos esa serie impresionante de innovaciones como una "segunda revolución industrial", no olvidemos que esto sólo es así cuando se considera el proceso de forma retrospectiva. Para los contemporáneos, la gran innovación consistió en actualizar la primera revolución industrial mediante una serie de perfeccionamientos en la tecnología del vapor y del hierro por medio del acero y las turbinas. Es cierto que una serie de industrias revolucionarias desde el punto de vista tecnológico, basadas en la electricidad, la química y el motor de combustión, comenzaron a desempeñar un papel estelar, sobre todo en las nuevas economías dinámicas. Después de todo, Ford comenzó a fabricar su modelo T en 1907. Y sin embargo, por contemplar tan sólo lo que ocurrió en Europa, entre 1880 y 1913 se construyeron tantos kilómetros de vías férreas como en el período conocido como "la era del ferrocarril", 1850-1880. Francia, Alemania, Suiza, Suecia y los Países Bajos duplicaron la extensión de su tendido férreo durante esos años. El último triunfo de la industria británica, el virtual monopolio de la construcción de barcos, que el Reino Unido consolidó entre 1870 y 1913, se consiguió explotando los recursos de la primera revolución industrial. Por el momento, la nueva revolución industrial reforzó, más que sustituyó, a la primera.

Como ya hemos visto, la cuarta característica es una doble transformación en la estructura y modus operandi de la empresa capitalista. Por una parte, se produjo la concentración de capital, el crecimiento en escala que llevó a distinguir entre "empresa" y "gran empresa" (Grossindustrie, Grossbanken, grande industrie...), el retroceso del mercado de libre competencia y todos los demás fenómenos que, hacia 1900, llevaron a los observadores a buscar etiquetas globales que permitieran definir lo que parecía una nueva fase de desarrollo económico (véase el capítulo siguiente). Por otra parte, se llevó a cabo el intento sistemático de racionalizar la producción y la gestión de la empresa, aplicando "métodos científicos" no sólo a la tecnología, sino a la organización y a los cálculos.

La quinta característica es que se produjo una extraordinaria transformación del mercado de los bienes de consumo: un cambio tanto cuantitativo como cualitativo. Con el incremento de la población, de la urbanización y de los ingresos reales, el mercado de masas, limitado hasta entonces a los productos alimenticios y al vestido, es decir, a los productos básicos de subsistencia, comenzó a dominar las industrias productoras de bienes de consumo. A largo plazo, este fenómeno fue más importante que el notable incremento del consumo en las clases ricas y acomodadas, cuyos esquemas de demanda no variaron sensiblemente. Fue el modelo T de Ford y no el Rolls-Royce el que revolucionó la industria del automóvil. Al mismo tiempo, una tecnología revolucionaria y el imperialismo contribuyeron a la aparición de una serie de productos y servicios nuevos para el mercado de masas, desde las cocinas de gas que se multiplicaron en las cocinas de las familias de clase obrera durante este período, hasta la bicicleta, el cine y el modesto plátano, cuyo consumo era prácticamente inexistente antes de 1880. Una de las consecuencias más evidentes fue la creación de medios de comunicación de masas que, por primera vez, merecieron ese calificativo. Un periódico británico alcanzó una venta de un millón de ejemplares por primera vez en 1890, mientras que en Francia eso ocurría hacia 1900. (24)

Todo ello implicó la transformación no sólo de la producción, mediante lo que comenzó a llamarse "producción masiva", sino también de la distribución, incluyendo la compra a crédito, fundamentalmente por medio de los plazos. Así, comenzó en el Reino Unido en 1884 la venta de té en paquetes de 100 gramos. Esta actividad permitiría hacer una gran fortuna a más de un magnate de los ultramarinos de los barrios obreros, en las grandes ciudades, como sir Thomas Lipton, cuyo yate y cuyo dinero le permitieron conseguir la amistad del monarca Eduardo VII, que se sentía muy atraído por la prodigalidad de los millonarios. Lipton, que no tenía establecimiento alguno en 1870, poseía 500 en 1899. (25)

Esto encajaba perfectamente con la sexta característica de la economía: el importante crecimiento, tanto absoluto como relativo, del sector terciario de la economía, público y privado: el aumento de puestos de trabajo en las oficinas, tiendas y otros servicios. Consideremos únicamente el caso del Reino Unido, país que en el momento de su mayor apogeo dominaba la economía mundial con un porcentaje realmente ridículo de mano de obra dedicada a las tareas administrativas: en 1851 había 67.000 funcionarios públicos y 91.000 personas empleadas en actividades comerciales de una población ocupada total de unos nueve millones de personas. En 1881 eran ya 360.000 los empleados en el sector comercial -casi todos ellos del sexo masculino-, aunque sólo 120.000 en el sector público. Pero en 1911 eran ya casi 900.000 las personas empleadas en el comercio, siendo el 17 % de ellas mujeres, y los puestos de trabajo del sector público se habían triplicado. El porcentaje de mano de obra que trabajaba en el sector del comercio se había quintuplicado desde 1851. Nos ocuparemos más adelante de las consecuencias sociales de ese gran incremento de los empleados administrativos.

La última característica de la economía que señalaremos es la convergencia creciente entre la política y la economía, es decir, el papel cada vez más importante del Gobierno y del sector público, o lo que los ideólogos de tendencia liberal, como el abogado A. W. Dicey, consideraban como el amenazador avance del "colectivismo", a expensas de la tradicional empresa individual o voluntaria. De hecho, era uno de los síntomas del retroceso de la economía de mercado libre competitiva que había sido el ideal -y hasta cierto punto la realidad- del capitalismo de mediados de la centuria. Sea como fuere, a partir de 1875 comenzó a extenderse el escepticismo sobre la eficacia de la economía de mercado autónoma y autocorrectora, la famosa "mano oculta" de Adam Smith, sin ayuda de ningún tipo del Estado y de las autoridades públicas. La mano era cada vez más claramente visible.

Por una parte, como veremos (cap. 4), la democratización de la política impulsó a los gobiernos, muchas veces renuentes, a aplicar políticas de reforma y bienestar social, así como a iniciar una acción política para la defensa de los intereses económicos de determinados grupos de votantes, como el proteccionismo y diferentes disposiciones -aunque menos eficaces- contra la concentración económica, caso de Estados Unidos y Alemania. Por otra parte, las rivalidades políticas entre los Estados y la competitividad económica entre grupos nacionales de empresarios convergieron contribuyendo -como veremos- tanto al imperialismo como a la génesis de la primera guerra mundial. Por cierto, también condujeron al desarrollo de industrias como la de armamento, en la que el papel del Gobierno era decisivo.

Sin embargo, mientras que el papel estratégico del sector público podía ser fundamental, su peso real en la economía siguió siendo modesto. A pesar de los cada vez más numerosos ejemplos que hablaban en sentido contrario -como la intervención del Gobierno británico en la industria petrolífera del Oriente Medio y su control de la nueva telegrafía sin hilos, ambos de significación militar, la voluntad del Gobierno alemán de nacionalizar sectores de su industria y, sobre todo, la política sistemática de industrialización iniciada por el Gobierno ruso en 1890-, ni los gobiernos ni la opinión consideraban al sector público como otra cosa que un complemento secundario de la economía privada, aun admitiendo el desarrollo que alcanzó en Europa la administración pública (fundamentalmente local) en el sector de los servicios públicos. Los socialistas no compartían esa convicción de la supremacía del sector privado, aunque no se planteaban los problemas que podía suscitar una economía socializada. Podrían haber considerado esas iniciativas municipales como "socialismo municipal", pero lo cierto es que fueron realizadas en su mayor parte por unas autoridades que no tenían ni intenciones ni simpatías socialistas. Las economías modernas, controladas, organizadas y dominadas en gran medida por el Estado, fueron producto de la primera guerra mundial. Entre 1875 y 1914 tendieron, en todo caso, a disminuir las inversiones públicas en los productos nacionales en rápido crecimiento, y ello a pesar del importante incremento de los gastos como consecuencia de la preparación para la guerra. (26)

Esta fue la forma en que creció y se transformó la economía del mundo "desarrollado". Pero lo que impresionó a los contemporáneos en el mundo "desarrollado" e industrial fue más que la evidente transformación de su economía, su éxito, aún más notorio. Sin duda, estaban viviendo una época floreciente. Incluso las masas trabajadoras se beneficiaron de esa expansión, cuando menos porque la economía industrial de 1875-1914 utilizaba una mano de obra muy numerosa y parecía ofrecer un número casi ilimitado de puestos de trabajo de escasa cualificación o de rápido aprendizaje para los hombres y mujeres que acudían a la ciudad y a la industria. Esto permitió a la masa de europeos que emigraron a los Estados Unidos integrarse en el mundo de la industria. Pero si la economía ofrecía puestos de trabajo, sólo aliviaba de forma modesta, y a veces mínima, la pobreza que la mayor parte de la clase obrera había creído que era su destino a lo largo de la historia. En la mitología retrospectiva de las clases obreras, los decenios anteriores a 1914 no figuran como una edad de oro, como ocurre en la de las clases pudientes, e incluso en la de las más modestas clases medias. Para éstas, la belle époque era el paraíso, que se perdería después de 1914. Para los hombres de negocios y para los gobiernos de después de la guerra, 1913 sería el punto de referencia permanente, al que aspiraban regresar desde una era de perturbaciones. En los años oscuros e inquietos de la posguerra, los momentos extraordinarios del último boom de antes de la guerra aparecían en retrospectiva como la "normalidad" radiante a la que aspiraban retornar. Como veremos, fueron las mismas tendencias de la economía de los años anteriores a 1914 y gracias a las cuales las clases medias vivieron una época dorada, las que llevaron a la guerra mundial, a la revolución y a la perturbación e impidieron el retorno al paraíso perdido.

NOTAS

(a) El único país de la Europa meridional que conoció una emigración importante antes del decenio de 1880 fue Portugal.
(b) Aproximadamente 15 unidades de plata = 1 unidad de oro.
(c) El movimiento libre de capital, de las transacciones financieras y de la mano de obra se hizo, en todo caso, más notable.
(d) Cifra media de las tarifas arancelarias en Europa en 1914(8); Reino Unido 0%; Austria-Hungría, Italia 18%; Países Bajos 4% Francia, Suecia 20%; Suiza, Bélgica 9%; Rusia 38%;
Alemania 13%; España 41%; Dinamarca 14%; Estados Unidos (1913) 30*
* Rebajados del 49,5 % (1890), 39,9 % (1894), 57 % (1897) y 38 % (1909).
(e) Excepto en materia de inmigración ilimitada, pues este país fue uno de los primeros en los que se elaboró una legislación discriminatoria contra la entrada masiva de extranjeros (judíos) en 1905.
(f) Entre 1820 y 1975 el número de noruegos que emigraron a los Estados Unidos -unos 855.000- fue casi tan elevado como la población total de Noruega en 1820. (12)



LA ERA DEL IMPERIO (1875-1914) ERIC HOBSBAWM

CAPÍTULO 3: LA ERA DEL IMPERIO

Sólo la confusión política total y el optimismo ingenuo pueden impedir el reconocimiento de que los esfuerzos inevitables por alcanzar la expansión comercial por parte de todas las naciones civilizadas burguesas, tras un período de transición de aparente competencia pacífica, se aproximan al punto en que sólo el poder decidirá la participación de cada nación en el control económico de la Tierra y, por tanto, la esfera de acción de su pueblo y, especialmente, el potencial de ganancias de sus trabajadores.
MAX WEBER, 1894

“Cuando estés entre los chinos -afirma [el emperador de Alemania]-, recuerda que eres la vanguardia del cristianismo -afirma-. Hazle comprender lo que significa nuestra civilización occidental. […] Y si por casualidad consigues un poco de tierra, no permitas que los franceses o los rusos te la arrebaten.”
Mr. Dooleyís Philosophy

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Un mundo en el que el ritmo de la economía estaba determinado por los países capitalistas desarrollados o en proceso de desarrollo existentes en su seno tenía grandes probabilidades de convertirse en un mundo en el que los países “avanzados” dominaran a los “atrasados”: en definitiva, un mundo imperialista. Pero, paradójicamente, al período transcurrido entre 1875 y 1914 se le puede calificar como era del imperio no sólo porque en él se desarrolló un nuevo tipo de imperialismo, sino también por otro motivo ciertamente anacrónico. Probablemente, fue el período de la historia moderna en que hubo mayor número de gobernantes que se autotitulaban oficialmente “emperadores” o que fueran considerados por los diplomáticos occidentales como merecedores de ese título.

En Europa, se reclamaban de ese título los gobernantes de Alemania, Austria, Rusia, Turquía y (en su calidad de señores de la India) el Reino Unido. Dos de ellos (Alemania y el Reino Unido/la India) eran innovaciones del decenio de 1870. Compensaban con creces la desaparición del “Segundo Imperio” de Napoleón III en Francia. Fuera de Europa, se adjudicaba normalmente ese título a los gobernantes de China, Japón, Persia y -tal vez en este caso con un grado mayor de cortesía diplomática internacional- a los de Etiopía y Marruecos. Por otra parte, hasta 1889 sobrevivió en Brasil un emperador americano. Podrían añadirse a esa lista uno o dos “emperadores” aún más oscuros. En 1918 habían desaparecido cinco de ellos. En la actualidad (1988) el único sobreviviente de ese conjunto de supermonarcas es el de Japón, cuyo perfil político es de poca consistencia y cuya influencia política es insignificante.(a)

Desde una perspectiva menos trivial, el período que estudiamos es una era en que aparece un nuevo tipo de imperio, el imperio colonial. La supremacía económica y militar de los países capitalistas no había sufrido un desafío serio desde hacía mucho tiempo, pero entre finales del siglo XVII y el último cuarto del siglo XIX no se había llevado a cabo intento alguno por convertir esa supremacía en una conquista, anexión y administración formales. Entre 1880 y 1914 ese intento se realizó y la mayor parte del mundo ajeno a Europa y al continente americano fue dividido formalmente en territorios que quedaron bajo el gobierno formal o bajo el dominio político informal de uno y otro de una serie de Estados, fundamentalmente el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, los Estados Unidos y Japón. Hasta cierto punto, las víctimas de ese proceso fueron los antiguos imperios preindustriales sobrevivientes de España y Portugal, el primero -pese a los intentos de extender el territorio bajo su control al noroeste de Africa- más que el segundo. Pero la supervivencia de los más importantes territorios portugueses en Africa (Angola y Mozambique), que sobrevivirían a otras colonias imperialistas, fue consecuencia, sobre todo, de la incapacidad de sus rivales modernos para ponerse de acuerdo sobre la manera de repartírselo. No hubo rivalidades del mismo tipo que permitieran salvar los restos del Imperio español en América (Cuba, Puerto Rico) y en el Pacífico (Filipinas) de los Estados Unidos en 1898. Nominalmente, la mayor parte de los grandes imperios tradicionales de Asia se mantuvieron independientes, aunque las potencias occidentales establecieron en ellos “zonas de influencia” o incluso una administración directa que en algunos casos (como el acuerdo anglorruso sobre Persia en 1907) cubrían todo el territorio. De hecho, se daba por sentada su indefensión militar y política. Si conservaron su independencia fue bien porque resultaban convenientes como Estados-almohadilla (como ocurrió en Siam -la actual Tailandia-, que dividía las zonas británica y francesa en el sureste asiático, o en Afganistán, que separaba al Reino Unido y Rusia), por la incapacidad de las potencias imperiales rivales para acordar una fórmula para la división, o bien por su gran extensión. El único Estado no europeo que resistió con éxito la conquista colonial formal fue Etiopía, que pudo mantener a raya a Italia, la más débil de las potencias imperiales.

Dos grandes zonas del mundo fueron totalmente divididas por razones prácticas: África y el Pacífico. No quedó ningún Estado independiente en el Pacífico, totalmente dividido entre británicos, franceses, alemanes, neerlandeses, norteamericanos y -todavía en una escala modesta- japoneses. En 1914, África pertenecía en su totalidad a los imperios británico, francés, alemán, belga, portugués, y, de forma más marginal, español, con la excepción de Etiopía, de la insignificante república de Liberia en el África occidental y de una parte de Marruecos, que todavía resistía la conquista total. Como hemos visto, en Asia existía una zona amplia nominalmente independiente, aunque los imperios europeos más antiguos ampliaron y redondearon sus extensas posesiones: el Reino Unido, anexionando Birmania a su imperio indio y estableciendo o reforzando la zona de influencia en el Tibet, Persia y la zona del golfo Pérsico; Rusia, penetrando más profundamente en el Asia central y (aunque con menos éxito) en la zona de Siberia lindante con el Pacífico en Manchuria; los neerlandeses, estableciendo un control más estricto en regiones más remotas de Indonesia. Se crearon dos imperios prácticamente nuevos: el primero, por la conquista francesa de indochina iniciada en el reinado de Napoleón III, el segundo, por parte de los japoneses a expensas de China en Corea y Taiwan (1895) y, más tarde, a expensas de Rusia, si bien a escala más modesta (1905). Sólo una gran zona del mundo pudo sustraerse casi por completo a ese proceso de reparto territorial. En 1914, el continente americano se hallaba en la misma situación que en 1875 o que en el decenio de 1820: era un conjunto de repúblicas soberanas, con la excepción de Canadá, las islas del Caribe, y algunas zonas del litoral caribeño. Con excepción de los Estados Unidos, su status político raramente impresionaba a nadie salvo a sus vecinos. Nadie dudaba de que desde el punto de vista económico eran dependencias del mundo desarrollado. Pero ni siquiera los Estados Unidos, que afirmaron cada vez más su hegemonía política y militar en esta amplia zona, intentaron seriamente conquistarla y administrarla. Sus únicas anexiones directas fueron Puerto Rico (Cuba consiguió una independencia nominal) y una estrecha franja que discurría a lo largo del canal de Panamá, que formaba parte de otra pequeño República, también nominalmente independiente, desgajada a esos efectos del más extenso país de Colombia mediante una conveniente revolución local. En Latinoamérica, la dominación económica y las presiones políticas necesarias se realizaban sin una conquista formal. El continente americano fue la única gran región del planeta en la que no hubo una seria rivalidad entre las grandes potencias. Con la excepción del Reino Unido, ningún Estado europeo poseía algo más que las dispersas reliquias (básicamente en la zona del Caribe) de imperio colonial del siglo XVIII, sin gran importancia económica o de otro tipo. Ni para el Reino Unido ni para ningún otro país existían razones de peso para rivalizar con los Estados Unidos desafiando la Doctrina Monroe(b). (AMERICA PARA LOS AMERICANOS; Las potencias europeas no tienen derecho de intervenir en los asuntos interiores de los Estados americanos. Toda intervención de esta clase será considerada como una amenaza hostil y un peligro para los Estados Unidos. La fundación de colonias en América es inadmisible, por hallarse ya repartido todo el Continente americano entre Estados civilizados. En principio se opone al imperalismo, pero luego es reinterpretada de varias maneras. Lo que está en rojo lo agregué yo)

Este reparto del mundo entre un número reducido de Estados, que da su título al presente volumen, era la expresión más espectacular de la progresiva división del globo en fuertes y débiles (“avanzados” y “atrasados”, a la que ya hemos hecho referencia). Era también un fenómeno totalmente nuevo. Entre 1876 y 1915, aproximadamente una cuarta parte de la superficie del planeta fue distribuida o redistribuida en forma de colonias entre media docena de Estados. El Reino Unido incrementó sus posesiones a unos diez millones de kilómetros cuadrados, Francia en nueve millones, Alemania adquirió más de dos millones y medio y Bélgica e Italia algo menos. Los Estados Unidos obtuvieron unos 250.000 km2 de nuevos territorios, fundamentalmente a costa de España, extensión similar a la que consiguió Japón con sus anexiones a costa de China, Rusia y Corea. Las antiguas colonias africanas de Portugal se ampliaron en unos 750.000 km2; por su parte, España, que resultó un claro perdedor (ante los Estados Unidos), consiguió, sin embargo, algunos territorios áridos en Marruecos y el Sahara occidental. Más difícil es calibrar las anexiones imperialistas de Rusia, ya que se realizaron a costa de los países vecinos y continuando con un proceso de varios siglos de expansión territorial del Estado zarista; además, como veremos, Rusia perdió algunas posesiones a expensas de Japón. De los grandes imperios coloniales sólo los Países Bajos no pudieron, o no quisieron, anexionarse nuevos territorios, salvo ampliando su control sobre las islas indonesias que les pertenecían formalmente desde hacía mucho tiempo. En cuanto a las pequeñas potencias coloniales, Suecia liquidó la única colonia que conservaba, una isla de las Indias Occidentales, que vendió a Francia, y Dinamarca actuaría en la misma línea, conservando únicamente Islandia y Groenlandia como dependencias.

Lo más espectacular no es necesariamente lo más importante. Cuando los observadores del panorama mundial a finales del decenio de 1890 comenzaron a analizar lo que, sin duda alguna, parecía ser una nueva fase en el modelo de desarrollo nacional e internacional, totalmente distinta de la fase liberal de mediados de la centuria, dominada por el librecambio y la libre competencia, consideraron que la creación de imperios coloniales era simplemente uno de sus aspectos. Para los observadores ortodoxos se abría, en términos generales, una nueva era de expansión nacional en la que (como ya hemos sugerido) era imposible separar con claridad los elementos políticos y económicos y en la que el Estado desempeñaba un papel cada vez más activo y fundamental tanto en los asuntos domésticos como en el exterior. Los observadores heterodoxos analizaban más específicamente esa nueva era como una nueva fase de desarrollo capitalista, que surgía de diversas tendencias que creían advertir en ese proceso. El más influyente de esos análisis del fenómeno que pronto se conocería como “imperialismo”, el breve libro de Lenin de 1916, no analizaba “la división del mundo entre las grandes potencias” hasta el capítulo 6 de los diez de que constaba.

De cualquier forma, si el colonialismo era tan sólo un aspecto de un cambio más generalizado en la situación del mundo, desde luego era un aspecto más aparente. Constituyó el punto de partida para otros análisis más amplios, pues no hay duda de que el término imperialismo se incorporó al vocabulario político y periodístico durante los años 1890 en el curso de los debates que se desarrollaron sobre la conquista colonial. Además, fue entonces cuando adquirió, en cuanto concepto, la dimensión económica que no ha perdido desde entonces. Por esa razón, carecen de valor las referencias a las normas antiguas de expansión política y militar en que se basa el término. En efecto, los emperadores y los imperios eran instituciones antiguas, pero el imperialismo era un fenómeno totalmente nuevo. El término (que no aparece en los escritos de Karl Marx, que murió en 1883) se incorporó a la política británica en los años 1870 y a finales de ese decenio era considerado todavía como un neologismo. Fue en los años 1890 cuando la utilización del término se generalizó. En 1900, cuando los intelectuales comenzaron a escribir libros sobre este tema, la palabra imperialismo estaba, según uno de los primeros de estos autores, el liberal británico J. A. Hobson, “en los labios de todo el mundo […] y se utiliza para indicar el movimiento más poderoso del panorama político actual del mundo occidental”. En resumen, era una voz nueva ideada para describir un fenómeno nuevo. Este hecho evidente es suficiente para desautorizar a una de las muchas escuelas que intervinieron en el debate tenso y muy cargado desde el punto de vista ideológico sobre el “imperialismo”, la escuela que afirma que no se trataba de un fenómeno nuevo, tal vez incluso que era una mera supervivencia precapitalista. Sea como fuere, lo cierto es que se consideraba como una novedad y como tal fue analizado.

Los debates que rodean a este delicado tema, son tan apasionados, densos y confusos, que la primera tarea del historiador ha de ser la de aclararlos para que sea posible analizar el fenómeno en lo que realmente es. En efecto, la mayor parte de los debates se ha centrado no en lo que sucedió en el mundo entre 1875 y 1914, sino en el marxismo, un tema que levanta fuertes pasiones. Ciertamente, el análisis del imperialismo, fuertemente crítico, realizado por Lenin se convertiría en un elemento central del marxismo revolucionario de los movimientos comunistas a partir de 1917 y también en los movimientos revolucionarios del “tercer mundo”. Lo que ha dado al debate un tono especial es el hecho de que una de las partes protagonistas parece tener una ligera ventaja intrínseca, pues el término ha adquirido gradualmente -y es difícil que pueda perderla- una connotación peyorativa. A diferencia de lo que ocurre con el término democracia, al que apelan incluso sus enemigos por sus connotaciones favorables, el “imperialismo” es una actividad que habitualmente se desaprueba y que, por lo tanto, ha sido siempre practicada por otros. En 1914 eran muchos los políticos que se sentían orgullosos de llamarse imperialistas, pero a lo largo de este siglo los que así actuaban han desaparecido casi por completo.

El punto esencial del análisis leninista (que se basaba claramente en una serie de autores contemporáneos tanto marxistas como no marxistas) era que el nuevo imperialismo tenía sus raíces económicas en una nueva fase específica del capitalismo, que, entre otras cosas, conducía a “la división territorial del mundo entre las grandes potencias capitalistas” en una serie de colonias formales e informales y de esferas de influencia. Las rivalidades existentes entre los capitalistas que fueron causa de esa división engendraron también la primera guerra mundial. No analizaremos aquí los mecanismos específicos mediante los cuales el “capitalismo monopolista” condujo al colonialismo -las opiniones al respecto diferían incluso entre los marxistas- ni la utilización más reciente de esos análisis para formar una “teoría de la dependencia” más global a finales del siglo XX. Todos esos análisis asumen de una u otra forma que la expansión económica y la explotación del mundo en ultramar eran esenciales para los países capitalistas.

Criticar esas teorías no revestía un interés especial y sería irrelevante en el contexto que nos ocupa. Señalemos simplemente que los análisis no marxistas del imperialismo establecían conclusiones opuestas a las de los marxistas y de esta forma han añadido confusión al tema. Negaban la conexión específica entre el imperialismo de finales del siglo XIX y del siglo XX con el capitalismo general y con la fase concreta del capitalismo que, como hemos visto, pareció surgir a finales del siglo XIX. Negaban que el imperialismo tuviera raíces económicas importantes, que beneficiaría económicamente a los países imperialistas y, asimismo, que la explotación de las zonas atrasadas fuera fundamental para el capitalismo y que hubiera tenido efectos negativos sobre las economías coloniales. Afirmaban que el imperialismo no desembocó en rivalidades insuperables entre las potencias imperialistas y que no había tenido consecuencias decisivas sobre el origen de la primera guerra mundial. Rechazando las explicaciones económicas, se concentraban en los aspectos psicológicos, ideológicos, culturales y políticos, aunque por lo general evitando cuidadosamente el terreno resbaladizo de la política interna, pues los marxistas tendían también a hacer hincapié en las ventajas que habían supuesto para las clases gobernantes de las metrópolis la política y la propaganda imperialista que entre otras cosas, sirvieron para contrarrestar el atractivo que los movimientos obreros de masas ejercían sobre las clases trabajadoras. Algunos de estos argumentos han demostrado tener gran fuerza y eficacia, aunque en ocasiones han resultado ser mutuamente incompatibles. De hecho, muchos de los análisis teóricos del antiimperialismo, carecían de toda solidez. Pero el inconveniente de los escritos antiimperialistas es que no explican la conjunción de procesos económicos y políticos, nacionales e internacionales que tan notables les parecieron a los contemporáneos en torno a 1900, de forma que intentaron encontrar una explicación global. Esos escritos no explican por qué los contemporáneos consideraron que “imperialismo” era un fenómeno novedoso y fundamental desde el punto de vista histórico. En definitiva, lo que hacen muchos de los autores de esos análisis es negar los hechos que eran obvios en el momento en que se produjeron y que todavía no lo son.

Dejando al margen el leninismo y el antileninismo, lo primero que ha de hacer el historiador es dejar sentado el hecho evidente que nadie habría negado en los años de 1890, de que la división del globo tenía una dimensión económica. Demostrar eso no explica todo sobre el imperialismo del período. El desarrollo económico no es una especie de ventrílocuo en el que su muñeco sea el rostro de la historia. En el mismo sentido, y tampoco se puede considerar, ni siquiera al más resuelto hombre de negocios decidido a conseguir beneficios -por ejemplo, en las minas surafricanas de oro y diamantes- como una simple máquina de hacer dinero. En efecto, no era inmune a los impulsos políticos, emocionales, ideológicos, patrióticos e incluso raciales tan claramente asociados con la expansión imperialista. Con todo, si se puede establecer una conexión económica entre las tendencias del desarrollo económico en el núcleo capitalista del planeta en ese período y su expansión a la periferia, resulta mucho menos verosímil centrar toda la explicación del imperialismo en motivos sin una conexión intrínseca con la penetración y conquista del mundo no occidental. Pero incluso aquellos que parecen tener esa conexión, como los cálculos estratégicos de las potencias rivales, han de ser analizados teniendo en cuenta la dimensión económica. Aun en la actualidad, los acontecimientos políticos del Oriente Medio, que no pueden explicarse únicamente desde un prisma económico, no pueden analizarse de forma realista sin tener en cuenta la importancia del petróleo. El acontecimiento más importante en el siglo XIX es la creación de una economía global, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un tejido cada vez más denso de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculaba a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado (v. La era del capitalismo, cap. 3). De no haber sido por estos condicionamientos, no habría existido una razón especial por la que los Estados europeos hubieran demostrado el menor interés, por ejemplo, por la cuenca del Congo o se hubieran enzarzado en disputas diplomáticas por un atolón del Pacífico. Esta globalización de la economía no era nueva, aunque se había acelerado notablemente en los decenios centrales de la centuria. Continuó incrementándose -menos llamativamente en términos relativos, pero de forma más masiva en cuanto a volumen y cifras- entre 1875 y 1914. Entre 1848 y 1875, las exportaciones europeas habían aumentado más de cuatro veces, pero sólo se duplicaron entre 1875 y 1915. Pero la flota mercante sólo se había incrementado de 10 a 16 millones de toneladas entre 1840 y 1870, mientras que se duplicó en los cuarenta años siguientes, de igual forma que la red mundial de ferrocarriles se amplió de poco más de 200.000 Km. en 1870 hasta más de un millón de kilómetros inmediatamente antes de la primera guerra mundial.

Esta red de transportes mucho más tupida posibilitó que incluso las zonas más atrasadas y hasta entonces marginales se incorporaran a la economía mundial, y los núcleos tradicionales de riqueza y desarrollo experimentaron un nuevo interés por esas zonas remotas. Lo cierto es que ahora que eran accesibles, muchas de esas regiones parecían a primera vista simples extensiones potenciales del mundo desarrollado, que estaban siendo ya colonizadas y desarrolladas por hombres y mujeres de origen europeo, que expulsaban o hacían retroceder a los habitantes nativos, creando ciudades y, sin duda, a su debido tiempo, la civilización industrial: los Estados Unidos al oeste del Misisipi, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Suráfrica, Argelia y el cono sur de Suramérica. Como veremos, la predicción era errónea. Sin embargo, esas zonas, aunque muchas veces remotas, eran para las mentes contemporáneas distintas de aquellas otras regiones donde, por razones climáticas, la colonización blanca no se sentía atraída, pero donde -por citar las palabras de un destacado miembro de la administración imperial de la época- “el europeo puede venir en números reducidos, con su capital, su energía y su conocimiento para desarrollar un comercio muy lucrativo y obtener productos necesarios para el funcionamiento de su avanzada civilización.”

La civilización necesitaba ahora el elemento exótico. El desarrollo tecnológico dependía de materias primas que por razones climáticas o por azares de la geología se encontraban exclusiva o muy abundantemente en lugares remotos. El motor de combustión interna, producto típico del período que estudiamos, necesitaba petróleo y caucho. El petróleo procedía casi en su totalidad de los Estados Unidos y de Europa (de Rusia y, en mucho menor medida, de Rumania), pero los pozos petrolíferos del Oriente Medio eran ya objeto de un intenso enfrentamiento y negociación diplomáticos. El caucho era un producto exclusivamente tropical, que se extraía mediante la terrible explotación de los nativos en las selvas del Congo y del Amazonas, blanco de las primeras y justificadas protestas antiimperialistas. Más adelante se cultivaría más intensamente en Malaya. El estaño procedía de Asia y Suramérica. Una serie de metales no férricos que antes carecían de importancia, comenzaron a ser fundamentales para las aleaciones de acero que exigía la tecnología de alta velocidad. Algunos de esos minerales se encontraban en grandes cantidades en el mundo desarrollado, ante todo Estados Unidos, pero no ocurría lo mismo con algunos otros. Las nuevas industrias del automóvil y eléctricas necesitaban imperiosamente uno de los metales más antiguos, el cobre. Sus principales reservas y, posteriormente, sus productores más importantes se hallaban en lo que a finales del siglo XX se denominaría como tercer mundo: Chile, Perú, Zaire, Zambia. Además, existía una constante y nunca satisfecha demanda de metales preciosos que en este período convirtió a Suráfrica en el mayor productor de oro del mundo, por no mencionar su riqueza de diamantes. Las minas fueron grandes pioneros que abrieron el mundo al imperialismo, y fueron extraordinariamente eficaces porque sus beneficios eran lo bastante importantes como para justificar también la construcción de ramales de ferrocarril.

Completamente aparte de las demandas de la nueva tecnología, el crecimiento del consumo de masas en los países metropolitanos significó la rápida expansión del mercado de productos alimenticios. Por lo que respecta al volumen, el mercado estaba dominado por los productos básicos de la zona templada, cereales y carne que se producían a muy bajo coste y en grandes cantidades de diferentes zonas de asentamiento europeo en Norteamérica y Suramérica, Rusia, Australasia. Pero también transformó el mercado de productos conocidos desde hacía mucho tiempo (al menos en Alemania) como “productos coloniales” y que se vendían en las tiendas del mundo desarrollado: azúcar, té, café, cacao, y sus derivados. Gracias a la rapidez del transporte y a la conservación, comenzaron a afluir frutas tropicales y subtropicales: esos frutos posibilitaron la aparición de las “repúblicas bananeras”.

Los británicos que en 1840 consumían 0,680 kg. de té per cápita y 1,478 Kg. en el decenio de 1860, habían incrementado ese consumo a 2,585 kg. en los años 1890, lo cual representaba una importación media anual de 101.606.400 kg. frente a menos de 44.452.800 kg. en el decenio de 1860 y unos 18 millones de kilogramos en los años 1840. Mientras la población británica dejaba de consumir las pocas tazas de café que todavía bebían para llenar sus teteras con el té de la India y Ceilán (Sri LanKa), los norteamericanos y alemanes importaban café en cantidades más espectaculares, sobre todo de Latinoamérica. En los primeros años del decenio de 1900, las familias neoyorquinas consumían medio kilo de café a la semana. Los productores cuáqueros de bebidas y de chocolate británicos, felices de vender refrescos no alcohólicos, obtenían su materia prima del Africa occidental y de Suramérica. Los astutos hombres de negocios de Boston, que fundaron la United Fruit Company en 1885, crearon imperios privados en el Caribe para abastecer a Norteamérica con los hasta entonces ignorados plátanos. Los productores de jabón, que explotaron el mercado que demostró por primera vez en toda su plenitud las posibilidades de la nueva industria de la publicidad, buscaban aceites vegetales en Africa. Las plantaciones, explotaciones y granjas eran el segundo pilar de las economías imperiales. Los comerciantes y financieros norteamericanos eran el tercero.

Estos acontecimientos no cambiaron la forma y las características de los países industrializados o en proceso de industrialización, aunque crearon nuevas ramas de grandes negocios cuyos destinos corrían paralelos a los de zonas determinadas del planeta, caso de las compañías petrolíferas. Pero transformaron el resto del mundo, en la medida en que lo convirtieron en un complejo de territorios coloniales y semicoloniales que progresivamente se convirtieron en productores especializados de uno o dos productos básicos para exportarlos al mercado mundial, de cuya fortuna dependían por completo. El nombre de Malaya se identificó cada vez más con el caucho y el estaño; el de Brasil, con el café; el de Chile, con los nitratos; el de Uruguay, con la carne, y el de Cuba, con el azúcar y los cigarros puros. De hecho, si exceptuamos a los Estados Unidos, ni siquiera las colonias de población blanca se industrializaron (en esta etapa) porque también se vieron atrapadas en la trampa de la especialización internacional. Alcanzaron una extraordinaria prosperidad, incluso para los niveles europeos, especialmente cuando estaban habitadas por emigrantes europeos libres y, en general, militantes, con fuerza política en asambleas elegidas, cuyo radicalismo democrático podía ser extraordinario, aunque no solía estar representada en ellas la población nativa.(c) Probablemente, para el europeo deseoso de emigrar en la época imperialista habría sido mejor dirigirse a Australia, Nueva Zelanda, Argentina o Uruguay antes que a cualquier otro lugar incluyendo los Estados Unidos. En todos esos países se formaron partidos, e incluso gobiernos, obreros y radical-democráticos y ambiciosos sistemas de bienestar y seguridad social (Nueva Zelanda, Uruguay) mucho antes que en Europa. Pero estos países eran complementos de la economía industrial europea (fundamentalmente la británica) y, por lo tanto, no les convenía -o en todo caso no les convenía a los intereses abocados a la exportación de materias primas- sufrir un proceso de industrialización. Tampoco las metrópolis habrían visto con buenos ojos ese proceso. Sea cual fuere la retórica oficial, la función de las colonias y de las dependencias no formales era la de complementar las economías de las metrópolis y no la de competir con ellas.

Los territorios dependientes que no pertenecían a lo que se ha llamado capitalismo colonizador (blanco) no tuvieron tanto éxito. Su interés económico residía en la combinación de recursos con una mano de obra que por estar formada por “nativos” tenía un coste muy bajo y era barata. Sin embargo, las oligarquías de terratenientes y comerciantes -locales, importados de Europa o ambas cosas a un tiempo- y, donde existían, sus gobiernos se beneficiaron del dilatado período de expansión secular de los productos de exportación de su región, interrumpida únicamente por algunas crisis efímeras, aunque en ocasiones (como en Argentina en 1890) dramáticas, producidas por los ciclos comerciales, por una excesiva especulación, por la guerra y por la paz. No obstante, en tanto que la primera guerra mundial perturbó algunos de sus mercados, los productores dependientes quedaron al margen de ella. Desde su punto de vista, la era imperialista, que comenzó a finales de siglo XIX, se prolongó hasta la gran crisis de 1929-1933. De cualquier forma, se mostraron cada vez más vulnerables en el curso de este período, por cuanto su fortuna dependía cada vez más del precio del café (en 1914 constituía ya el 58 % del valor de las exportaciones de Brasil y el 53 % de las colombianas), del caucho y del estaño, del cacao del buey o de la lana. Pero hasta la caída vertical de los precios de materias primas durante el crash de 1929, esa vulnerabilidad no parecía tener mucha importancia a largo plazo por comparación con la expansión aparentemente ilimitada de la exportaciones y los créditos. Al contrario, como hemos visto hasta 1914 las relaciones de intercambio parecían favorecer a los productores de materias primas. Sin embargo, la importancia económica creciente de esas zonas para la economía mundial no explica por qué los principales Estados industriales iniciaron una rápida carrera para dividir en mundo en colonias y esferas de influencia. Del análisis antiimperialista del imperialismo ha sugerido diferentes argumentos que pueden explicar esa actitud. El más conocido de esos argumentos, la presión del capital para encontrar inversiones más favorables que las que se podían realizar en el interior del país, inversiones seguras que no sufrieran la competencia del capital extranjero, es el menos convincente. Dado que las exportaciones británicas de capital se incrementaron vertiginosamente en el último tercio de la centuria y que los ingresos procedentes de esas inversiones tenían una importancia capital para la balanza de pagos británica, era totalmente natural relacionar el “nuevo imperialismo” con las exportaciones de capital, como la hizo J. A. Hobson. Pero no puede negarse que sólo hay una pequeño parte de ese flujo masivo de capitales acudía a los nuevos imperios coloniales: la mayor parte de las inversiones británicas en el exterior se dirigían a las colonias en rápida expansión y por lo general de población blanca, que pronto serían reconocidas como territorios virtualmente independientes ( Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Suráfrica) y a lo que podríamos llamar territorios coloniales “honoríficos” como Argentina y Uruguay, por no mencionar los Estados Unidos. Además, una parte importante de esas inversiones (el 76% en 1913) se realizaba en forma de préstamos públicos a compañias de ferrocarriles y servicios públicos que reportaban rentas más elevadas que las inversiones en la deuda pública británica -un promedio de 5% frente al 3%-, pero eran también menos lucrativas que los beneficios del capital industrial en el Reino Unido, naturalmente excepto para los banqueros que organizaban esas inversiones. Se suponía que eran inversiones seguras, aunque no produjeran un elevado rendimiento. Eso no significaba que no se adquirieran colonias porque un grupo de inversores no esperaba obtener un gran éxito financiero o en defensa de inversiones ya realizadas. Con independencia de la ideología, la causa de la guerra de los bóeres fue el oro.

Un argumento general de más peso para la expansión colonial era la búsqueda de mercados. Nada importa que esos proyectos de vieran muchas veces frustrados. La convicción de que el problema de la “superproducción” del período de la gran depresión podía solucionarse a través de un gran impulso exportador era compartida por muchos. Los hombres de negocios, inclinados siempre a llenar los espacios vacíos del mapa del comercio mundial con grandes números de clientes potenciales, dirigían su mirada, naturalmente, a las zonas sin explotar: China era una de esas zonas que captaba la imaginación de los vendedores- ¿qué ocurriría si cada uno de los trescientos millones de seres que vivían en ese país comprara tan sólo una caja de clavos?-, mientras que Africa, el continente desconocido, era otra. Las cámaras de comercio de diferentes ciudades británicas se conmocionaron en los difíciles años de la década de 1880 ante la posibilidad de que las negociaciones diplomáticas pudieran excluir a sus comerciantes del acceso a la cuenca del Congo, que se pensaba que ofrecía perspectivas inmejorables para la venta, tanto más cuanto que ese territorio estaba siendo explotado como un negocio provechoso por ese hombre de negocios con corona que era el rey Leopoldo II de Bélgica. (Su sistema preferido de explotación utilizando mano de obra forzosa no iba dirigido a impulsar importantes compras per cápita, ni siquiera cuando no hacía que disminuyera el número de posibles clientes mediante la tortura y la masacre.)

Pero el factor fundamental de la situación económica general era el hecho de que una serie de economías desarrolladas experimentaban de forma simultánea la misma necesidad de encontrar nuevos mercados. Cuando eran lo suficientemente fuertes, su ideal era el de “la puerta abierta” en los mercados del mundo subdesarrollado; pero cuando carecían de la fuerza necesaria intentaban conseguir territorios cuya propiedad situara a las empresas nacionales en una posición de monopolio o, cuando menos les diera una ventaja sustancial. La consecuencia lógica fue el reparto de las zonas no ocupadas del tercer mundo. En cierta forma, esto fue una ampliación del proteccionismo que fue ganando fuerza a partir de 1879 (véase el capitulo anterior). “Si no fueran tan tenazmente proteccionistas -le dijo el primer ministro británico al embajador francés en 1897-, no nos encontrarían tan deseosos de anexionarnos territorios”. Desde este prisma, el “imperialismo” era la consecuencia natural de una economía internacional basada en la rivalidad de varias economías industriales competidoras, hecho al que se sumaban las presiones económicas de los años 1880. Ello no quiere decir que se esperara que una colonia en concreto se convirtiera en El Dorado, aunque esto en lo que ocurrió en Suráfrica, que pasó a ser el mayor productor de oro del mundo. Las colonias podían constituir simplemente bases adecuadas o puntos avanzados para la penetración económica regional. Así lo expresó claramente un funcionario del Departamento de Estado de los Estados Unidos en los inicios del nuevo siglo cuando los Estados Unidos, siguiendo la moda internacional, hicieron un breve intento por conseguir su propio imperio colonial.

En este punto resulta difícil separar los motivos económicos para adquirir territorios coloniales de la acción política necesaria para conseguirlo, por cuanto el proteccionismo de cualquier tipo no es otra cosa que la operación de la economía con la ayuda de la política. La motivación estratégica para la colonización era especialmente fuerte en el Reino Unido, con colonias muy antiguas perfectamente situadas para controlar el acceso a diferentes regiones terrestres y marítimas que se consideraban vitales para los intereses comerciales y marítimos británicos en el mundo, o que, con el desarrollo del barco de vapor, podían convertirse en puertos de aprovisionamiento de carbón. (Gibraltar y Malta eran ejemplos del primer caso, mientras que Bermuda y Adén lo son del segundo.) Existía también el significado simbólico o real para los ladrones de conseguir una parte adecuada del botín. Una vez que las potencias rivales comenzaron a dividirse el mapa de África u Oceanía, cada una de ellas intentó evitar que una porción excesiva (un fragmento especialmente atractivo) pudiera ir a parar a manos de los demás. Así, una vez que el status de gran potencia se asoció con el hecho de hacer ondear la bandera sobre una playa limitada por palmeras (o, más frecuentemente, sobre extensiones de maleza seca), la adquisición de colonias se convirtió en un símbolo de status, con independencia de su valor real. Hacia 1900, incluso los Estados Unidos, cuya política imperialista nunca se ha asociado, antes o después de ese período, con la posesión de colonias formales, se sintieron obligados a seguir la moda del momento. Por su parte, Alemania se sintió profundamente ofendida por el hecho de que una nación tan poderosa y dinámica poseyera muchas menos posesiones coloniales que los británicos y los franceses, aunque sus colonias eran de escaso interés económico y de un interés estratégico mucho menor aún. Italia insistió en ocupar extensiones muy poco atractivas del desierto y de las montañas africanas para reforzar su posición de gran potencia, y su fracaso en la conquista de Etiopía en 1896 debilitó, sin duda, esa posición.

En efecto, si las grandes potencias eran Estados que tenían colonias, los pequeños países, por así decirlo, “no tenían derecho a ellas”. España perdió la mayor parte de lo que quedaba de su imperio colonial en la guerra contra los Estados Unidos de 1898. Como hemos visto, se discutieron seriamente diversos planes para repartirse los restos del imperio africano de Portugal entre las nuevas potencias coloniales. Sólo los holandeses conservaron discretamente sus ricas y antiguas colonias (situadas principalmente en el sureste asiático) y, como ya dijimos, al monarca belga se le permitió hacerse con su dominio privado en África a condición de que permitiera que fuera accesible a todos los demás países, porque ninguna gran potencia estaba dispuesta a dar a otras una parte importante de la gran cuenca del río Congo. Naturalmente, habría que añadir que hubo grandes zonas de Asia y del continente americano donde por razones políticas era imposible que las potencias europeas pudieran repartirse zonas extensas de territorio. Tanto en América del Norte como del Sur, las colonias europeas supervivientes se vieron inmovilizadas como consecuencia de la Doctrina Monroe: sólo Estados Unidos tenía libertad de acción. En la mayor parte de Asia, la lucha se centró en conseguir esferas de influencia en una serie de Estados nominalmente independientes, sobre todo en China, Persia y el Imperio otomano. Excepciones a esa norma fueron Rusia y Japón. La primera consiguió ampliar sus posiciones en el Asia central, pero fracasó en su intento de anexionarse diversos territorios en el norte de China. El segundo consiguió Corea y Formosa (Taiwan) en el curso de una guerra con China en 1894-1895. Así pues, en la práctica, Africa y Oceanía fueron las principales zonas donde se centró la competencia por conseguir nuevos territorios.

En definitiva, algunos historiadores han intentado explicar el imperialismo teniendo en cuenta factores fundamentalmente estratégicos. Han pretendido explicar la expansión británica en África como consecuencia de la necesidad de defender de posibles amenazas las rutas hacia la India y sus glacis marítimos y terrestres. Es importante recordar que, desde un punto de vista global, la India era el núcleo central de la estrategia británica, y que esa estrategia exigía un control no sólo sobre las rutas marítimas cortas hacia el subcontinente (Egipto, Oriente Medio, el Mar Rojo, el Golfo Pérsico, y el sur de Arabia) y las rutas marítimas largas (el cabo de Buena Esperanza y Singapur), sino también sobre todo el Océano Indico, incluyendo sectores de la costa africana y su traspaís. Los gobiernos británicos eran perfectamente conscientes de ello. También es cierto que la desintegración del poder local en algunas zonas esenciales para conseguir esos objetivos, como Egipto (incluyendo Sudán), impulsaron a los británicos a protagonizar una presencia política directa mucho mayor de lo que habían pensado en un principio, llegando incluso hasta el gobierno de hecho. Pero estos argumentos no eximen de un análisis económico del imperialismo. En primer lugar, subestiman el incentivo económico presente en la ocupación de algunos territorios africanos, siendo en este sentido el caso más claro el de Suráfrica. En cualquier caso, los enfrentamientos por el África occidental y el Congo tuvieron causas fundamentalmente económicas. En segundo lugar, ignoran el hecho de que la India era la “joya más radiante de la corona imperial” y la pieza esencial de la estrategia británica global, precisamente por su gran importancia para la economía británica. Esa importancia nunca fue mayor que en este período, cuando el 60 % de las exportaciones británicas de algodón iban a parar a la India y al Lejano Oriente, zona hacia la cual la India era la puerta de acceso -el 40-45 % de las exportaciones las absorbía la India-, y cuando la balanza de pagos del Reino Unido dependía para su equilibrio de los pagos de la India. En tercer lugar, la desintegración de gobiernos indígenas locales, que en ocasiones llevó a los europeos a establecer el control directo sobre unas zonas que anteriormente no se había ocupado de administrar, se debió al hecho de que las estructuras locales se habían visto socavadas por la penetración económica. Finalmente, no se sostiene el intento de demostrar que no hay nada en el desarrollo interno del capitalismo occidental en el decenio de 1880 que explique la revisión territorial del mundo, pues el capitalismo mundial era muy diferente en ese período del del decenio de 1860. Estaba constituido ahora por una pluralidad de “economías nacionales” rivales, que se “protegían” unas de otras. En definitiva, es imposible separar la política y la economía en una sociedad capitalista, como lo es separar la religión y la sociedad en una comunidad islámica. La pretensión de explicar “el nuevo imperialismo” desde una óptica no económica es tan poco realista como el intento de explicar la aparición de los partidos obreros sin tener en cuenta para nada los factores económicos.

De hecho, la aparición de los movimientos obreros o de forma más general, de la política democrática (véase el capítulo siguiente) tuvo una clara influencia sobre el desarrollo del “nuevo imperialismo”. Desde que el gran imperialista Cecil Rhodes afirmara en 1895 que si se quiere evitar la guerra civil hay que convertirse en imperialista, muchos observadores han tenido en cuenta la existencia del llamado “imperialismo social”, es decir, el intento de utilizar la expansión imperial para amortiguar el descontento interno a través de mejoras económicas o reformas sociales, o de otra forma. Sin duda ninguna, todos los políticos eran perfectamente conscientes de los beneficios potenciales del imperialismo. En algunos casos, ante todo en Alemania, se han apuntado como razón fundamental para el desarrollo del imperialismo “la primacía de la política interior”. Probablemente, la versión del imperialismo social de Cecil Rhodes, en la que el aspecto fundamental eran los beneficios económicos que una política imperialista podía suponer, de forma directa o indirecta, para las masas descontentas, sea la menos relevante. No poseemos pruebas de que la conquista colonial tuviera una gran influencia sobre el empleo o sobre los salarios reales de la mayor parte de los trabajadores en los países metropolitanos,(d) y la idea de que la emigración a las colonias podía ser una válvula de seguridad en los países superpoblados era poco más que una fantasía demagógica. (De hecho, nunca fue más fácil encontrar un lugar para emigrar que en el período 1880-1914, y sólo una pequeño minoría de emigrantes acudía a las colonias, o necesitaba hacerlo.)

Mucho más relevante nos parece la práctica habitual de ofrecer a los votantes gloria en lugar de reformas costosas, ¿qué podía ser más glorioso que las conquistas de territorios exóticos y razas de piel oscura, cuando además esas conquistas se conseguían con tan escaso coste? De forma más general, el imperialismo estimuló a las masas, y en especial a los elementos potencialmente descontentos, a identificarse con el Estado y la nación imperial, dando así, de forma inconsciente, justificación y legitimidad al sistema social y político representado por ese Estado. En una era de política de masas (véase el capítulo siguiente) incluso los viejos sistemas exigían una nueva legitimidad. En 1902 se elogió la ceremonia de coronación británica, cuidadosamente modificada, porque estaba dirigida a expresar “el reconocimiento, por una democracia libre, de una corona hereditaria, como símbolo del dominio universal de su raza” (la cursiva es mía). En resumen, el imperialismo ayudaba a crear un buen cemento ideológico.

Es difícil precisar hasta qué punto era efectiva esta variante específica de exaltación patriótica, sobre todo en aquellos países donde el liberalismo y la izquierda más radical habían desarrollado fuertes sentimientos antiimperialistas, antimilitaristas, anticoloniales o, de forma más general, antiaristocráticos. Sin duda, en algunos países el imperialismo alcanzó una gran popularidad entre las nuevas clases medias y de trabajadores administrativos, cuya identidad social descansaba en la pretensión de ser los vehículos elegidos del patriotismo. (V. cap. 8, infra). Es mucho menos evidente que los trabajadores sintieran ningún tipo de entusiasmo espontáneo por las conquistas coloniales, por las guerras, o cualquier interés en las colonias, ya fueran nuevas o antiguas (excepto las de colonización blanca). Los intentos de institucionalizar un sentimiento de orgullo por el imperialismo, por ejemplo creando un “día del imperio” en el Reino Unido (1902), dependían para conseguir el éxito de la capacidad de movilizar a los estudiantes. (Más adelante analizaremos el recurso al patriotismo en un sentido más general.)

De todas formas, no se puede negar que la idea de superioridad y de dominio sobre un mundo poblado por gentes de piel oscura en remotos lugares tenía arraigo popular y que, por tanto, benefició a la política imperialista. En sus grandes exposiciones internacionales (v. La era del capitalismo, cap. 2) la civilización burguesa había glorificado siempre los tres triunfos de la ciencia, la tecnología y las manufacturas. En la era de los imperios también glorificaba sus colonias. En las postrimerías de la centuria se multiplicaron los “pabellones coloniales” hasta entonces prácticamente inexistentes: ocho de ellos complementaban la Torre Eiffel en 1889, mientras que en 1900 eran catorce de esos pabellones los que atraían a los turistas en París. Sin duda alguna, todo eso era publicidad planificada, pero como toda la propaganda, ya sea comercial o política, que tiene realmente éxito, conseguía ese éxito porque de alguna forma tocaba la fibra de la gente. Las exhibiciones coloniales causaban sensación. En Gran Bretaña, los aniversarios, los funerales y las coronaciones reales resultaban tanto más impresionantes por cuanto, al igual que los antiguos triunfos romanos, exhibían a sumisos Maharajás con ropas adornadas con joyas, no cautivos, sino libres y leales. Los desfiles militares resultaban extraordinariamente animados gracias a la presencia de sijs tocados con turbantes, rajputs adornados con bigotes, sonrientes e implacables gurkas, espahís y altos y negros senegaleses: el mundo considerado bárbaro al servicio de la civilización. Incluso en la Viena de los Habsburgos, donde no existía interés por las colonias de ultramar, una aldea ashanti magnetizó a los espectadores. Rousseau, el Aduanero, no era el único que soñaba con los trópicos.

El sentimiento de superioridad que unía a los hombres blancos occidentales, tanto a los ricos como a los de clase media y a los pobres, no derivaba únicamente del hecho de que todos ellos gozaban de los privilegios del dominador, especialmente cuando se hallaban en las colonias. En Dakar o Mombasa, el empleado más modesto se convertía en señor y era aceptado como un “caballero” por aquellos que no habrían advertido siquiera su existencia en París o en Londres; el trabajador blanco daba órdenes a los negros. Pero incluso en aquellos lugares donde la ideología insistía en una igualdad al menos potencial, ésta se trocaba en dominación. Francia pretendía transformar a sus súbditos en franceses, descendientes teóricos (como se afirmaba en los libros de texto tanto en Timbuctú y Martinica como en Burdeos) de “nos ancêtres les gaulois” (nuestros antepasados los galos), a diferencia de los británicos, convencidos de la idiosincrasia no inglesa, fundamental y permanente, de bengalíes y yoruba. Pero la misma existencia de estos estratos de evolués nativos subrayaba la ausencia de evolución en la gran mayoría de la población. Las diferentes iglesias se embarcaron en un proceso de conversión de los paganos a las diferentes versiones de la auténtica fe cristiana, excepto en los casos en que los gobiernos coloniales les disuadían de ese proyecto (como en la India) o donde esta tarea era totalmente imposible (en los países islámicos).

Esta fue la época clásica de las actividades misioneras a gran escala(e). El esfuerzo misionero no fue de ningún modo un agente de la política imperialista. En gran número de ocasiones se oponía a las autoridades coloniales y prácticamente siempre situaba en primer plano los intereses de sus conversos. Pero lo cierto es que el éxito del Señor estaba en función del avance imperialista. Puede discutirse si el comercio seguía a la implantación de la bandera, pero no existe duda alguna de que la conquista colonial abría el camino a una acción misionera eficaz, como ocurrió en Uganda, Rodesia (Zambia y Zimbabwe) y Niasalandia (Malaui). Y si el cristianismo insistía en la igualdad de las almas, subrayaba también la desigualdad de los cuerpos, incluso de los cuerpos clericales. Era un proceso que realizaban los blancos para los nativos y que costeaban los blancos. Y aunque multiplicó el número de creyentes nativos, al menos la mitad del clero continuó siendo de raza blanca. Por lo que respecta a los obispos, habría hecho falta un potentísimo microscopio para detectar un obispo de color entre 1870 y 1914. La Iglesia católica no consagró los primeros obispos asiáticos hasta el decenio de 1920, ochenta años después de haber afirmado que eso sería muy deseable.

En cuanto al movimiento dedicado más apasionadamente a conseguir la igualdad entre los hombres, las actitudes en su seno se mostraron divididas. La izquierda secular era antiimperialista por principio y, las más de las veces, en la práctica. La libertad para la India, al igual que la libertad para Egipto y para Irlanda, era el objetivo del movimiento obrero británico. La izquierda no flaqueó nunca en su condena de las guerras y conquistas coloniales, con frecuencia -como cuando el Reino Unido se opuso a la guerra de los bóeres- con el grave riesgo de sufrir una impopularidad temporal. Los radicales denunciaron los horrores del Congo, de las plantaciones metropolitanas de cacao en las islas africanas, y en Egipto. La campaña que en 1906 permitió al Partido Liberal británico obtener un gran triunfo electoral se basó en gran medida en la denuncia pública de la “esclavitud china” en las minas surafricanas. Pero, con muy raras excepciones (como la Indonesia neerlandesa), los socialistas occidentales hicieron muy poco por organizar la resistencia de los pueblos coloniales frente a sus dominadores hasta el momento en que surgió la Internacional Comunista. El movimiento socialista y obrero, los que aceptaban el imperialismo como algo deseable, o al menos como una base fundamental en la historia de los pueblos “no preparados para el autogobierno todavía”, eran una minoría de la derecha revisionista y fabiana, aunque muchos líderes sindicales consideraban que las discusiones sobre las colonias eran irrelevantes o veían a las gentes de color ante todo como una mano de obra barata que planteaba una amenaza a los trabajadores blancos. En este sentido, es cierto que las presiones para la expulsión de los inmigrantes de color, que determinaron la política de “California Blanca” y “Australia Blanca” entre 1880 y 1914, fueron ejercidas sobre todo por las clases obreras, y los sindicatos del Lancashire se unieron a los empresarios del algodón de esa misma región en su insistencia en que se mantuviera a la India al margen de la industrialización. En la esfera internacional, el socialismo fue hasta 1914 un movimiento de europeos y de emigrantes blancos o de los descendientes de éstos (v. Cap. 5, infra). El colonialismo era para ellos una cuestión marginal. En efecto su análisis y su definición de la nueva fase “imperialista” del capitalismo, que detectaron a finales de la década de 1890, consideraba correctamente la anexión y la explotación coloniales como un simple síntoma y una característica de esa nueva fase, indeseable como todas sus características, pero no fundamental. Eran pocos los socialistas que, como Lenin, centraban ya su atención en el “material inflamable” de la periferia del capitalismo mundial.

El análisis socialista (es decir, básicamente marxista) del imperialismo, que integraba el colonialismo en un concepto mucho más amplio de una “nueva fase” del capitalismo, era correcto en principio, aunque no necesariamente en los detalles de su modelo teórico. Asimismo, era un análisis que en ocasiones tendía a exagerar, como los hacían los capitalistas contemporáneos, la importancia económica de la expansión colonial para los países metropolitanos. Desde luego, el imperialismo de los últimos años del siglo XIX era un fenómeno “nuevo”. Era el producto de una época de competitividad entre economías nacionales capitalistas e industriales rivales que era nueva y se vio intensificada por las presiones para asegurar y salvaguardar mercados en un período de incertidumbre económica (v.el cap. 2, supra); en resumen, era un período en que “las tarifas proteccionistas y la expansión eran la exigencia que planteaban las clases dirigentes”. Formaba parte de un proceso de alejamiento de un capitalismo basado en la práctica privada y pública del laissez-faire, que también era nuevo, e implicaba la aparición de grandes corporaciones y oligopolios y la intervención cada vez más intensa del Estado en los asuntos económicos. Correspondía a un momento en que las zonas periféricas de la economía global eran cada vez más importantes. Era un fenómeno que parecía tan “natural” en 1900 como inverosímil habría sido considerado en 1860. A no ser por esa vinculación entre el capitalismo posterior a 1873 y la expansión en el mundo no industrializado, cabe dudar de que incluso el “imperialismo social” hubiera desempeñado el papel que jugó en la política interna de los Estados, que vivían el proceso de adaptación a la política electoral de masas. Todos los intentos de separar la explicación del imperialismo de los acontecimientos específicos del capitalismo en las postrimerías del siglo XIX han de ser considerados como meros ejercicios ideológicos, aunque muchas veces cultos y en ocasiones agudos.

2
Quedan todavía por responder las cuestiones sobre el impacto de la expansión occidental (y japonesa desde los años 1890) en el resto del mundo y sobre el significado de los aspectos “imperialistas” del imperialismo para los países metropolitanos.

Es más fácil contestar a la primera de esas cuestiones que a la segunda. El impacto económico del imperialismo fue importante, pero lo más destacable es que resultó profundamente desigual, por cuanto las relaciones entre las metrópolis y sus colonias eran muy asimétricas. El impacto de las primeras sobre las segundas fue fundamental y decisivo, incluso aunque no se produjera la ocupación real, mientras que el de las colonias sobre las metrópolis tuvo escasa significación y pocas veces fue un asunto de vida o muerte. Que Cuba mantuviera su posición o la perdiera dependía del precio del azúcar y de la disposición de los Estados Unidos a importarlo, pero incluso países “desarrollados” muy pequeños -Suecia, por ejemplo- no habrían sufrido graves inconvenientes si todo el azúcar del Caribe hubiera desaparecido súbitamente del mercado, porque no dependían exclusivamente de esa región para su consumo de este producto. Prácticamente todas las importaciones y exportaciones de cualquier zona del África subsahariana procedían o se dirigían a un número reducido de metrópolis occidentales, pero el comercio metropolitano con África, Asia y Oceanía, siguió siendo muy poco importante, aunque se incrementó en una modesta cuantía entre 1870 y 1914. El 80 % del comercio europeo, tanto por lo que respecta a las importaciones como a las exportaciones, se realizó, en el siglo XIX, con otros países desarrollados y lo mismo puede decirse sobre las inversiones europeas en el extranjero. Cuando esas inversiones se dirigían a ultramar, iban a parar a un número reducido de economías en rápido desarrollo con población de origen europeo -Canadá, Australia, Suráfrica, Argentina, etc.-, así como, naturalmente, a los Estados Unidos. En este sentido, la época del imperialismo adquiere una tonalidad muy distinta cuando se contempla desde Nicaragua o Malaya que cuando se considera desde el punto de vista de Alemania o Francia.

Evidentemente, de todos los países metropolitanos donde el imperialismo tuvo más importancia fue en el Reino Unido, porque la supremacía económica de este país siempre había dependido de su relación especial con los mercados y fuentes de materias primas de ultramar. De hecho, se puede afirmar que desde que comenzara la revolución industrial, las industrias británicas nunca habían sido muy competitivas en los mercados de las economías en proceso de industrialización, salvo quizá durante las décadas doradas de 1850-1870. En consecuencia, para la economía británica era de todo punto esencial preservar en la mayor medida posible su acceso privilegiado al mundo no europeo. Lo cierto es que en los años finales del siglo XIX alcanzó un gran éxito en el logro de esos objetivos, ampliando la zona del mundo que de una forma oficial o real se hallaba bajo la férula de la monarquía británica, hasta una cuarta parte de la superficie del planeta (que en los atlas británicos se coloreaba orgullosamente de rojo). Si incluimos el imperio informal, constituido por Estados independientes que, en realidad, eran economías satélites del Reino Unido, aproximadamente una tercera parte del globo era británica en un sentido económico y, desde luego, cultural. En efecto, el Reino Unido exportó incluso a Portugal la forma peculiar de sus buzones de correos, y a Buenos Aires una institución tan típicamente británica como los almacenes Harrod. Pero en 1914, otras potencias se habían comenzado a infiltrar ya en esa zona de influencia indirecta, sobre todo en Latinoamérica.

Ahora bien, esa brillante operación defensiva no tenía mucho que ver con la “nueva” expansión imperialista, excepto en el caso de los diamantes y el oro de Suráfrica. Estos dieron lugares a la aparición de una serie de millonarios, casi todos ellos alemanes -los Wernher, Veit, Eckstein, etc.-, la mayor parte de los cuales se incorporaron rápidamente a la alta sociedad británica, muy receptiva al dinero cuando se distribuía en cantidades lo suficientemente importantes. Desembocó también en el más grave de los conflictos coloniales, la guerra surafricana de 1899-1902, que acabó con la resistencia de dos pequeñas repúblicas de colonos campesinos blancos.

En gran medida, el éxito del Reino Unido en ultramar fue consecuencia de la explotación más sistemática de las posesiones británicas ya existentes o de la posición especial del país como principal importador e inversor en zonas tales como Suramérica. Con la excepción de la India, Egipto y Suráfrica, la actividad económica británica se centraba en países que eran prácticamente independientes, como los dominions blancos o zonas como los Estados Unidos y Latinoamérica, donde las iniciativas británicas no fueron desarrolladas -no podían serlo- con eficacia. A pesar de las quejas de la Corporation of Foreign Bond Holders (creada durante la gran depresión) cuando tuvo que hacer frente a la práctica, habitual en los países latinos, de suspensión de la amortización de la deuda o de su amortización en moneda devaluada, el Gobierno no apoyó eficazmente a sus inversores en Latinoamérica porque no podía hacerlo. La gran depresión fue una prueba fundamental en este sentido, porque, al igual que otras depresiones mundiales posteriores (entre las que hay que incluir las de las décadas de 1970 y 1980), desembocó en una gran crisis de deuda externa internacional que hizo correr un gran riesgo a los bancos de la metrópoli. Todo lo que el Gobierno británico pudo hacer fue conseguir salvar de la insolvencia al Banco Baring en la “crisis Baring” de 1890, cuando ese banco se había aventurado -como lo seguirán haciendo los bancos en el futuro- demasiado alegremente en medio de la vorágine de las morosas finanzas argentinas. Si apoyó a los inversores con la diplomacia de la fuerza, como comenzó a hacerlo cada vez más frecuentemente a partir de 1905, era para apoyarlos frente a los hombres de negocios de otros países respaldados por sus gobiernos, más que frente a los gobiernos del mundo dependiente(f).

De hecho, si hacemos balance de los años buenos y malos, lo cierto es que los capitalistas británicos salieron bastante bien parados en sus actividades en el imperio informal o “libre”. Prácticamente, la mitad de todo el capital público a largo plazo emitido en 1914 se hallaba en Canadá, Australia y Latinoamérica. Más de la mitad del ahorro británico se invirtió en el extranjero a partir de 1900.

Naturalmente, el Reino Unido consiguió su parcela propia en las nuevas regiones colonizadas del mundo y, dada la fuerza y la experiencia británicas, fue probablemente una parcela más extensa y más valiosa que la de ningún otro Estado. Si Francia ocupó la mayor parte del Africa occidental, las cuatro colonias británicas de esa zona controlaban “las poblaciones africanas más densas, las capacidades productivas mayores y tenían la preponderancia del comercio”. Sin embargo, el objetivo británico no era la expansión, sino la defensa frente a otros, atrincherándose en territorios que hasta entonces, como ocurría en la mayor parte del mundo de ultramar, habían sido dominados por el comercio y el capital británicos.

¿Puede decirse que las demás potencias obtuvieron un beneficio similar de su expansión colonial? Es imposible responder a este interrogante porque la colonización formal sólo fue un aspecto de la expansión y la competitividad económica globales y, en el caso de las dos potencias industriales más importantes, Alemania y los Estados Unidos, no fue un aspecto fundamental. Además, como ya hemos visto, sólo para el Reino Unido y, tal vez también, para los Países Bajos, era crucial desde el punto de vista económico mantener una relación especial con el mundo no industrializado. Podemos establecer algunas conclusiones con cierta seguridad. En primer lugar, el impulso colonial parece haber sido más fuerte en los países metropolitanos menos dinámicos desde el punto de vista económico, donde hasta cierto punto constituían una compensación potencial para su inferioridad económica y política frente a sus rivales, y en el caso de Francia, de su inferioridad demográfica y militar. En segundo lugar, en todos los casos existían grupos económicos concretos -entre los que destacan los asociados con el comercio y las industrias de ultramar que utilizaban materias primas procedentes de las colonias- que ejercían una fuerte presión en pro de la expansión colonial, que justificaban, naturalmente, por las perspectivas de los beneficios para la nación. En tercer lugar, mientras que algunos de esos grupos obtuvieron importantes beneficios de esa expansión -la Compagnie Français de líAfrique Occidentale pagó dividendos del 26 % en 1913- la mayor parte de las nuevas colonias atrajeron escasos capitales y sus resultados económicos fueron mediocres(g). En resumen, el nuevo colonialismo fue una consecuencia de una era de rivalidad económico-política entre economías nacionales competidoras, rivalidad intensificada por el proteccionismo. Ahora bien, en la medida en que ese comercio metropolitano con las colonias se incrementó en porcentaje respecto al comercio global, ese proteccionismo tuvo un éxito relativo.

Pero la era imperialista no fue sólo un fenómeno económico y político, sino también cultural. La conquista del mundo por la minoría “desarrollada” transformó imágenes, ideas y aspiraciones, por la fuerza y por las instituciones, mediante el ejemplo y mediante la transformación social. En los países dependientes, esto apenas afectó a nadie excepto a las elites indígenas, aunque hay que recordar que en algunas zonas, como en el Africa subsahariana, fue el imperialismo, o el fenómeno asociado de las misiones cristianas, el que creó la posibilidad de que aparecieran nuevas élites sociales sobre la base de una educación a la manera occidental. La división entre Estados africanos “francófonos” y “anglófonos” que existe en la actualidad, refleja con exactitud la distribución de los imperios coloniales francés e inglés(h). Excepto en África y Oceanía, donde las misiones cristianas aseguraron a veces conversiones masivas a la religión occidental, la gran masa de la población colonial apenas modificó su forma de vida, cuando podía evitarlo. Y con gran disgusto de los más inflexibles misioneros, lo que adoptaron los pueblos indígenas no fue tanto la fe importada de occidente como los elementos de esa fe que tenían sentido para ellos en el contexto de su propio sistema de creencias e instituciones o exigencias. Al igual que ocurrió con los deportes que llevaron a las islas de Pacífico los entusiastas administradores coloniales británicos (elegidos muy frecuentemente entre los representantes más fornidos de la clase media), la religión colonial aparecía ante el observador occidental como algo tan inesperado como un partido de criquet en Samoa. Esto era así incluso en el caso en que los fieles seguían nominalmente la ortodoxia de su fe. Pero también pudieron desarrollar sus propias versiones de la fe, sobre todo en Suráfrica - la región de Africa donde realmente se produjeron conversiones en masa-, donde un “movimiento etíope” se escindió de las misiones ya en 1892 para crear una forma de cristianismo menos identificada con la población blanca.

Así pues, lo que el imperialismo llevó a las élites potenciales del mundo dependiente fue fundamentalmente la “occidentalización”. Por supuesto, ya había comenzado a hacerlo mucho antes. Todos los gobiernos y elites de los países que se enfrentaron con el problema de la dependencia o la conquista vieron claramente que tenían que occidentalizarse si no querían quedarse atrás (v. La era del capitalismo, cap. 7, 8 y 11). Además, las ideologías que inspiraban a esas elites en la época del imperialismo se remontaban a los años transcurridos entre la Revolución Francesa y las décadas centrales del siglo XIX, como cuando adoptaron el positivismo de August Comte (1798-1857), doctrina modernizadora que inspiró a los gobiernos de Brasil y México y a la temprana revolución turca (v.pp.284, 290, infra). Las elites que se resistían a Occidente siguieron occidentalizándose, aun cuando se oponían a la occidentalización total, por razones de religión, moralidad, ideología o pragmatismo político. El santo Mahatma Gandhi, que vestía con un taparrabos y llevaba un huso en su mano (para desalentar la industrialización), no sólo era apoyado y financiado por las fábricas mecanizadas de algodón de Ahmedabad(i), sino que él mismo era un abogado que se había educado en Occidente y que estaba influido por una ideología de origen occidental. Será imposible que comprendamos su figura si le vemos únicamente como un tradicionalista hindú.

De hecho, Gandhi ilustra perfectamente el impacto específico de la época del imperialismo. Nacido en el seno de una casta relativamente modesta de comerciantes y prestamistas, no muy asociada hasta entonces con la elite occidentalizada que administraba la India bajo la supervisión de los británicos, sin embargo adquirió una formación profesional y política en el Reino Unido. A finales del decenio de 1880 ésta era una opción tan aceptada entre los jóvenes ambiciosos de su país, que el propio Gandhi comenzó a escribir una guía introductoria a la vida británica para los futuros estudiantes de modesta economía como él. Estaba escrita en un perfecto inglés y hacía recomendaciones sobre numerosos aspectos, desde el viaje a Londres en barco de vapor y la forma de encontrar alojamiento hasta el sistema mediante el cual el hindú piadoso podía cumplir las exigencias alimenticias y, asimismo, sobre la manera de acostumbrarse al sorprendente hábito occidental de afeitarse uno mismo en lugar de acudir al barbero. Gandhi no asimilaba todo lo británico, pero tampoco lo rechazaba por principio. Al igual que han hecho desde entonces muchos pioneros de la liberación colonial, durante su estancia temporal en la metrópoli se integró en círculos occidentales afines desde el punto de vista ideológico: en su caso, los vegetarianos británicos, de quienes sin duda se puede pensar que favorecían también otras causas “progresistas”.

Gandhi aprendió su técnica característica de movilización de las masas tradicionales para conseguir objetivos no tradicionales mediante la resistencia pasiva, en un medio creado por el “nuevo imperialismo”. Como no podía ser de otra forma, era una fusión de elementos orientales y occidentales pues Gandhi no ocultaba su deuda intelectual con John Ruskin y Tolstoi. (Antes de los años 1880 habría sido impensable la fertilización de las flores políticas de la India con polen llegado desde Rusia, pero ese fenómeno era ya corriente en la India en la primera década del nuevo siglo, como lo sería luego entre los radicales chinos y japoneses.) En Suráfrica, país donde se produjo un extraordinario desarrollo como consecuencia de los diamantes y el oro, se formó una importante comunidad de modestos inmigrantes indios, y la discriminación racial en este nuevo escenario dio pie a una de las pocas situaciones en que grupos de indios que no pertenecían a la elite se mostraron dispuestos a la movilización política moderna. Gandhi adquirió su experiencia política y destacó como defensor de los derechos de los indios en Suráfrica. Difícilmente podría haber hecho entonces eso mismo en la India, adonde finalmente regresó -aunque sólo después de que estallara la guerra de 1914- para convertirse en la figura clave del movimiento nacional indio.

En resumen, la época imperialista creó una serie de condiciones que determinaron la aparición de líderes antiimperialistas y, asimismo, las condiciones que, como veremos (cap. 12, infra), comenzaron a dar resonancia a sus voces. Pero es un anacronismo y un error afirmar que la característica fundamental de la historia de los pueblos y regiones sometidos a la dominación y a la influencia de las metrópolis occidentales es la resistencia a Occidente. Es un anacronismo porque, con algunas excepciones que señalaremos más adelante, los movimientos antiimperialistas importantes comenzaron en la mayor parte de los sitios con la primera guerra mundial y la revolución rusa, y un error porque interpreta el texto del nacionalismo moderno -la independencia, la autodeterminación de los pueblos, la formación de los Estados territoriales, etc. (v. cap. 6, infra)- en un registro histórico que no podía contener todavía. De hecho, fueron las elites occidentalizadas las primeras en entrar en contacto con esas ideas durante sus visitas a Occidente y a través de las instituciones educativas formadas por Occidente, pues de allí era de donde procedían. Los jóvenes estudiantes indios que regresaban del reino Unido podían llevar consigo los eslóganes de Mazzini y Garibaldi, pero por el momento eran pocos los habitantes del Punjab, y mucho menos aun los de regiones tales como el Sudán, que tenían la menor idea de lo que podían significar.

En consecuencia, el legado cultural más importante del imperialismo fue una educación de tipo occidental para minorías distintas: para los pocos afortunados que llegaron a ser cultos y, por tanto, descubrieron, con o sin ayuda de la conversión al cristianismo, el ambicioso camino que conducía hasta el sacerdote, el profesor, el burócrata o el empleado. En algunas zonas se incluían también quienes adoptaban una nueva profesión, como soldados y policías al servicio de los nuevos gobernantes, vestidos como ellos y adoptando sus ideas peculiares sobre el tiempo, el lugar y los hábitos domésticos. Naturalmente, se trataba de minorías de animadores y líderes, que es la razón por la que la era del imperialismo, breve incluso en el contexto de la vida humana, ha tenido consecuencias tan duraderas. En efecto, es sorprendente que en casi todos los lugares de Africa la experiencia del colonialismo, desde la ocupación original hasta la formación de Estados independientes, ocupe únicamente el discurrir de una vida humana; por ejemplo, la de Sir Winston Churchill (1847-1965).

¿Qué decir acerca de la influencia que ejerció el mundo dependiente sobre los dominadores? El exotismo había sido una consecuencia de la expansión europea desde el siglo XVI, aunque una serie de observadores filosóficos de la época de la Ilustración habían considerado muchas veces a los países extraños situados más allá de Europa y de los colonizadores europeos como una especie de barómetro moral de la civilización europea. Cuando se les civilizaba podían ilustrar las deficiencias institucionales de Occidente, como en las Cartas persas de Montesquieu; cuando eso no ocurría podían ser tratados como salvajes nobles cuyo comportamiento natural y admirable ilustraba la corrupción de la sociedad civilizada. La novedad del siglo XIX consistió en el hecho de que cada vez más y de forma más general se consideró a lo pueblos no europeos y a sus sociedades como inferiores, indeseables, débiles y atrasados, incluso infantiles. Eran pueblos adecuados para la conquista o, al menos, para la conversión a los valores de la única civilización real, la que representaban los comerciantes, los misioneros y los ejércitos de hombres armados, que se presentaban cargados de armas de fuego y de bebidas alcohólicas. En cierto sentido, los valores de las sociedades tradicionales no occidentales fueron perdiendo importancia para su supervivencia, en un momento en que lo único importante eran la fuerza y la tecnología militar. ¿Acaso la sofisticación del Pekín imperial pudo impedir que los bárbaros occidentales quemaran y saquearan en Palacio de Verano más de una vez? ¿Sirvió la elegancia de la cultura de la elite de la decadente capital mongol, tan bellamente descrita en la obra de Satyajit Ray Los ajedrecistas, para impedir el avance de los británicos? Para el europeo medio, esos pueblos pasaron a ser objeto de su desdén. Los únicos no europeos que les interesaban eran los soldados, con preferencia aquellos que podían ser reclutados en sus propios ejércitos coloniales (sijs, gurkas, beréberes de las montañas, afganos, beduinos). El Imperio otomano alcanzó un temible prestigio porque, aunque estaba en decadencia, poseía una infantería que podía resistir a los ejércitos europeos. Japón comenzó a ser tratado en pie de igualdad cuando empezó a salir victorioso en las guerras.

Sin embargo, la densidad de la red de comunicaciones globales, la accesibilidad de los otros países, ya fuera directa o indirectamente, intensificó la confrontación y la mezcla de los mundos occidental y exótico. Eran pocos los que conocían ambos mundos y se veían reflejados en ellos, aunque en la era imperialista su número se vio incrementado por aquellos escritores que deliberadamente decidieron convertirse en intermediarios entre ambos mundos: escritores o intelectuales que eran, por vocación y por profesión, marinos (como Pierre Loti y, el más célebre de todos, Joseph Conrad), soldados y administradores (como el orientalista Louis Massignon) o periodistas coloniales (como Rudyard Kipling). Pero lo exótico se integró cada vez más en la educación cotidiana. Eso ocurrió, por ejemplo, en las celebérrimas novelas juveniles de Karl May (1842-1912), cuyo héroe imaginario, alemán, recorría el salvaje Oeste y el Oriente islámico, con incursiones en el Africa negra y en América Latina; en las novelas de misterio, que incluían entre los villanos a orientales poderosos e inescrutables como el doctor Fu Manchú de Sax Rohmer; en las historias de las revistas escolares para los niños británicos, que incluían ahora a un rico hindú que hablaba el barroco inglés babu según el estereotipo esperado. El exotismo podía llegar a ser incluso una parte ocasional pero esperada de la experiencia cotidiana, como en el espectáculo de Búfalo Bill sobre el salvaje oeste, con sus exóticos cowboys e indios, que conquistó Europa a partir de 1877, o en las cada vez más elaboradas “aldeas coloniales”, o en las exhibiciones de las grandes exposiciones internacionales. Esas muestras de mundos extraños no eran de carácter documental, fuera cual fuere su intención. Eran ideológicas, por lo general reforzando el sentido de superioridad de lo “civilizado” sobre lo “primitivo”. Eran imperialistas tan sólo porque, como muestran las novelas de Joseph Conrad, el vínculo central entre los mundos de lo exótico y de lo cotidiano era la penetración formal o informal del tercer mundo por parte de los occidentales. Cuando la lengua coloquial incorporaba, fundamentalmente a través de los distintos argots y, sobre todo, el de los ejércitos coloniales, palabras de la experiencia imperialista real, éstas reflejaban muy frecuentemente una visión negativa de sus súbditos. Los trabajadores italianos llamaban a los esquiroles crumiri (término que tomaron de una tribu norteafricana) y los políticos italianos llamaban a los regimientos de dóciles votantes del sur, conducidos a las elecciones por los jefes locales como ascari (tropas coloniales nativas), los caciques, jefes indios del Imperio español en América, habían pasado a ser sinónimos de jefe político; los caids (jefes indígenas norteafricanos) proveyeron el término utilizado para designar a los jefes de las bandas de criminales en Francia.

Pero había un aspecto más positivo de ese exotismo. Administradores y soldados con aficiones intelectuales -los hombres de negocios se interesaban menos por esas cuestiones- meditaban profundamente sobre las diferencias existentes entre sus sociedades y las que gobernaban. Realizaron importantísimos estudios sobre esas sociedades, sobre todo en el Imperio indio, y las reflexiones teóricas que transformaron las ciencias sociales occidentales. Ese trabajo era fruto, en gran medida, del gobierno colonial o intentaba contribuir a él y se basaba en buena medida en un firme sentimiento de superioridad del conocimiento occidental sobre cualquier otro, con excepción tal vez de la religión, terreno en que la superioridad, por ejemplo, del metodismo sobre el budismo, no era obvia para los observadores imparciales. El imperialismo hizo que aumentara notablemente el interés occidental hacia diferentes formas de espiritualidad derivadas de Oriente, o que se decía que derivaban de Oriente, e incluso en algunos casos se adoptó esa espiritualidad en Occidente. A pesar de todas las críticas que se han vertido sobre ellos en el período pos colonial no se puede rechazar ese conjunto de estudios occidentales como un simple desdén arrogante de las culturas no europeas. Cuando menos, los mejores de esos estudios analizaban con seriedad esas culturas, como algo que debía ser respetado y que podía aportar enseñanzas. En el terreno artístico, en especial las artes visuales, las vanguardias occidentales trataban de igual a igual a las culturas no occidentales. De hecho, en muchas ocasiones se inspiraron en ellas durante este período. Esto es cierto no sólo de aquellas creaciones artísticas que se pensaba que representaban a civilizaciones sofisticadas, aunque fueran exóticas (como el arte japonés, cuya influencia en los pintores franceses era notable), sino de las consideradas como “primitivas” y, muy en especial, las de Africa y Oceanía. Sin duda, su “primitivismo” era su principal atracción, pero no puede negarse que las generaciones vanguardistas de los inicios del siglo XX enseñaron a los europeos a ver esas obras como arte -con frecuencia como un arte de gran altura- por derecho propio, con independencia de sus orígenes. Hay que mencionar brevemente un aspecto final del imperialismo: su impacto sobre las clases dirigentes y medias de los países metropolitanos. En cierto sentido, el imperialismo dramatizó el triunfo de esas clases y de las sociedades creadas a su imagen como ningún otro factor podía haberlo hecho. Un conjunto reducido de países, situados casi todos ellos en el noroeste de Europa, dominaban el globo. Algunos imperialistas, con gran disgusto de los latinos y, más aún, de los eslavos, enfatizaban los peculiares méritos conquistadores de aquellos países de origen teutónico y sobre todo anglosajón que, con independencia de sus rivalidades, se afirmaba que tenían una afinidad entre sí, convicción que se refleja todavía en el respeto que Hitler mostraba hacia el Reino Unido. Un puñado de hombres de las clases media y alta de esos países -funcionarios, administradores, hombres de negocios, ingenieros- ejercían ese dominio de forma efectiva. Hacia 1890, poco más de seis mil funcionarios británicos gobernaban a casi trescientos millones de indios con la ayuda de algo más de setenta mil soldados europeos, la mayor parte de los cuales eran, al igual que las tropas indígenas, mucho más numerosas, mercenarios que en un número desproporcionadamente alto procedían de la tradicional reserva de soldados nativos coloniales, los irlandeses. Este es un caso extremo, pero de ninguna forma atípico. ¿Podría existir una prueba más contundente de superioridad?

Así pues, el número de personas implicadas directamente en las actividades imperialistas era relativamente reducido, pero su importancia simbólica era extraordinaria. Cuando en 1899 circuló la noticia de que el escritor Rudyar Kipling, bardo del Imperio indio, se moría de neumonía, no sólo expresaron sus condolencias los británicos y los norteamericanos -Kipling acababa de dedicar un poema a los Estados Unidos sobre “la responsabilidad del hombre blanco”, respecto a sus responsabilidades en las filipinas-, sino que incluso el emperador de Alemania envió un telegrama.

Pero el triunfo imperial planteó problemas e incertidumbres. Planteó problemas porque se hizo cada vez más insoluble la contradicción entre la forma en que las clases dirigentes de la metrópoli gobernaban sus imperios y la manera en que lo hacían con sus pueblos. Como veremos, en las metrópolis se impuso, o estaba destinada a imponerse, la política del electoralismo democrático, como parecía inevitable. En los imperios coloniales prevalecía la autocracia, basada en la combinación de la coacción física y la sumisión pasiva a una superioridad tan grande que parecía imposible de desafiar y, por tanto, legítima. Soldados y “procónsules” autodisciplinados, hombres aislados con poderes absolutos sobre territorios extensos como reinos, gobernaban continentes, mientras que en la metrópoli campaban a sus anchas las masas ignorantes e inferiores. ¿No había acaso una lección que aprender ahí, una lección en el sentido de la voluntad de dominio de Nietzsche?

El imperialismo también suscitó incertidumbres. En primer lugar, enfrentó a una pequeño minoría de blancos -pues incluso la mayor parte de esa raza pertenecía al grupo de los destinados a la inferioridad, como advertía sin cesar la nueva disciplina de la eugenesia (v. Cap. 10, infra)- con las masas de los negros, los oscuros, tal vez y sobre todo los amarillos, ese “peligro amarillo” contra el cual solicitó el emperador Guillermo II la unión y la defensa de Occidente. ¿Podían durar, esos imperios tan fácilmente ganados, con una base tan estrecha, y gobernados de forma tan absurdamente fácil gracias a la devoción de unos pocos y a la pasividad de los más? Kipling, el mayor -y tal vez el único- poeta del imperialismo, celebró el gran momento del orgullo demagógico imperial, las bodas de diamante de la reina Victoria en 1897, con un recuerdo profético de la impermanencia de los imperios:

Nuestros barcos, llamados desde tierras lejanas, se desvanecieron;

El fuego se apaga sobre las dunas y los

promontorios:

¡Y toda nuestra pompa de ayer

es la misma de Nínive y Tiro!

Juez de las Naciones, perdónanos con todo,

Para que no olvidemos, para que no olvidemos.

Pomp planteó la construcción de una nueva e ingente capital imperial para la India en Nueva Delhi. ¿Fue Clemencau el único observador escéptico que podía predecir que sería la última de una larga serie de capitales imperiales? ¿Y era la vulnerabilidad del dominio global mucho mayor que la vulnerabilidad del gobierno doméstico sobre las masas de los blancos?

La incertidumbre era de doble filo. En efecto, si el imperio (y el gobierno de las clases dirigentes) era vulnerable ante sus súbditos, aunque tal vez no todavía, no de forma inmediata, ¿no era más inmediatamente vulnerable a la erosión desde dentro del deseo de gobernar, el deseo de mantener la lucha darwinista por la supervivencia de los más aptos? ¿No ocurriría que la misma riqueza y lujo que el poder y las empresas imperialistas habían producido debilitaran las fibras de esos músculos cuyos constantes esfuerzos eran necesarios para mantenerlo? ¿No conduciría el imperialismo al parasitismo en el centro y al triunfo eventual de los bárbaros?

En ninguna parte suscitaban esos interrogantes un eco tan lúgubre como en el más grande y más vulnerable de todos los imperios, aquel que superaba en tamaño y gloria a todos los imperios del pasado, pero que en otros aspectos se halla al borde de la decadencia. Pero incluso los tenaces y enérgicos alemanes consideraban que el imperialismo iba de la mano de ese “Estado rentista” que no podía sino conducir a la decadencia. Dejemos que J. A. Hobson exprese esos temores en palabra: si se dividía China, la mayor parte de la Europa occidental podría adquirir la apariencia y el carácter que ya tienen algunas zonas del sur de Inglaterra, la Riviera y las zonas turísticas o residenciales de Italia o Suiza, pequeños núcleos de ricos aristócratas obteniendo dividendos y pensiones del Lejano Oriente, con un grupo algo más extenso de seguidores profesionales y comerciantes y un amplio conjunto de sirvientes personales y de trabajadores del transporte y de las etapas finales de producción de los bienes perecederos: todas las principales industrias habrían desaparecido, y los productos alimenticios y las manufacturas afluirían como un tributo de Africa y de Asia.

Así, la belle époque de la burguesía lo desarmaría. Los encantadores e inofensivos Eloi de la novela de H. G. Wells, que vivían una vida de gozo en el sol, estarían a merced de los negros morlocks, de quienes dependían y contra los cuales estaban indefensos. “Europa -escribió el economista alemán Schulze-Gaevernitz- […] traspasará la carga del trabajo físico, primero la agricultura y la minería, luego el trabajo más arduo de la industria, a las razas de color y se contentará col el papel de rentista y de esta forma, tal vez, abrirá el camino para la emancipación económica y, posteriormente, política de las razas de color.”

Estas eran las pesadillas que perturbaban el sueño de la belle époque. En ellas los ensueño imperialistas se mezclaban con los temores de la democracia.

NOTAS

(a) El sultán de Marruecos prefiere el título de “rey”. Ninguno de los otros minisultanes supervivientes del mundo islámico podía ser considerado como “rey de reyes”.
(b) Esta doctrina, que se expuso por primera vez en 1823 y que posteriormente fue repetida y completada por los diferentes gobiernos estadounidenses, expresaba la hostilidad a cualquier nueva colonización o intervención política de las potencias europeas en el hemisferio occidental. Más tarde se interpretó que esto significaba que los Estados Unidos eran la única potencia con derecho a intervenir en el hemisferio. A medida que los Estados Unidos se convirtieron en un país más poderoso, los Estados europeos tomaron con más seriedad la doctrina Monroe.
(c) De hecho, la democracia blanca los excluyó, generalmente, de los beneficios que habían conseguido los hombres de raza blanca, o incluso se negaba a considerarlos como seres plenamente humanos.
(d) En algunos casos, el imperialismo podía ser útil. Los mineros córnicos abandonaron masivamente las minas de estaño de su península, ya en decadencia, y se trasladaron a las minas de oro de Suráfrica, donde ganaron mucho dinero y donde morían incluso a una edad más temprana de lo habitual como consecuencia de las enfermedades pulmonares. Los propietarios de minas córnicos compraron nuevas minas de estaño en Malaya con menor riesgo para sus vidas.
(e) Entre 1876 y 1902 se realizaron 119 traducciones de la Biblia, frente a las 74 que se hicieron en los treinta años anteriores y 40 en los años 1816-1845. Durante el período 1886-1895 hubo 23 nuevas misiones protestantes en Africa, es decir, tres veces más que en cualquier decenio anterior.
(f) Pueden citarse algunos ejemplos de enfrentamientos armados por motivos económicos -como en Venezuela, Guatemala, Haití, Honduras y México-, pero que no alteran sustancialmente este cuadro. Por supuesto, el Gobierno y los capitalistas británicos, obligados a elegir entre partidos o Estados locales que favorecían los intereses económicos británicos y aquellos que se mostraban hostiles a éstos, apoyaban a quienes favorecían los beneficios británicos: Chile contra Perú en la “guerra del Pacífico” (1879-1882), los enemigos del presidente Balmaceda en Chile en 1891. La materia en disputa eran los nitratos.
(g) Francia no consiguió ni siquiera integrar sus nuevas colonias totalmente en un sistema proteccionista, aunque en 1913 el 55 % de las transacciones comerciales del imperio francés se realizaban con la metrópoli. Francia, ante la imposibilidad de romper los vínculos económicos establecidos de estas zonas con otras regiones y metrópolis, se veía obligada a conseguir una gran parte de los productos coloniales que necesitaba -caucho, pieles y cuero, madera tropical- a través de Hamburgo, Amberes y Liverpool.
(h) Que, después de 1918, se repartieron las antiguas colonias alemanas.
(i) “¡Ah -se afirma que exclamó una de esas patronas-, si Bapugi supiera lo que cuesta mantenerles en la pobreza!”




HISTORIA DEL SIGLO XX ERIC HOBSBAWM
1914-1991

PREFACIO Y AGRADECIMIENTOS

Nadie puede escribir acerca de la historia del siglo XX como escribiría sobre la de cualquier otro período, aunque sólo sea porque nadie puede escribir sobre su propio período vital como puede (y debe) hacerlo sobre cualquier otro que conoce desde fuera, de segunda o tercera mano, ya sea a partir de fuentes del período o de los trabajos de historiadores posteriores. Mi vida coincide con la mayor parte de la época que se estudia en este libro y durante la mayor parte de ella, desde mis primeros años de adolescencia hasta el presente, he tenido conciencia de los asuntos públicos, es decir, he acumulado puntos de vista y prejuicios en mi condición de contemporáneo más que de estudioso. Esta es una de las razones por las que durante la mayor parte de mi carrera me he negado a trabajar como historiador profesional sobre la época que se inicia en 1914, aunque he escrito sobre ella por otros conceptos. Como se dice en la jerga del oficio, es el siglo XIX. Creo que en este momento es posible considerar con una cierta perspectiva histórica el siglo XX corto, desde 1914 hasta el fin de la era soviética, pero me apresto a analizarlo sin estar familiarizado con la bibliografía especializada y conociendo tan sólo una ínfima parte de las fuentes de archivo que ha acumulado el ingente número de historiadores que se dedican a estudiar el siglo XX.

Es de todo punto imposible que una persona conozca la historiografía del presente siglo, ni siquiera la escrita en un solo idioma, como el historiador de la antigüedad clásica o del imperio bizantino conoce lo que se escribió durante esos largos períodos o lo que se ha escrito después sobre los mismos. Por otra parte, he de decir que en el campo de la historia contemporánea mis conocimientos son superficiales y fragmentarios, incluso según los criterios de la erudición histórica. Todo lo que he sido capaz de hacer es profundizar lo suficiente en la bibliografía de algunos temas espinosos y controvertidos —por ejemplo, la historia de la guerra fría o la de los años treinta— como para tener la convicción de que los juicios expresados en este libro no son incompatibles con los resultados de la investigación especializada. Naturalmente, es imposible que mis esfuerzos hayan tenido pleno éxito y debe haber una serie de temas en los que mi desconocimiento es patente y sobre los cuales he expresado puntos de vista discutibles.

Por consiguiente, este libro se sustenta en unos cimientos desiguales. Además de las amplias y variadas lecturas de muchos años, complementadas con las que tuve que hacer para dictar los cursos de historia del siglo XX a los estudiantes de posgrado de la New School for Social Research, me he basado en el conocimiento acumulado, en los recuerdos y opiniones de quien ha vivido en muchos países durante el siglo XX como lo que los antropólogos sociales llaman un , o simplemente como un viajero atento, o como lo que mis antepasados habrían llamado un kibbitzer. El valor histórico de esas experiencias no depende de que se haya estado presente en los grandes acontecimientos históricos o de que se haya conocido a personajes u hombres de estado preeminentes. De hecho, mi experiencia como periodista ocasional en uno u otro país, principalmente en América Latina, me permite afirmar que las entrevistas con los presidentes o con otros responsables políticos son poco satisfactorias porque las más de las veces hablan a título oficial. Quienes ofrecen más información son aquellos que pueden o quieren hablar libremente, en especial si no tienen grandes responsabilidades. De cualquier modo, conocer gentes y lugares me ha ayudado enormemente. La simple contemplación de la misma ciudad —por ejemplo, Valencia o Palermo— con un lapso de treinta años me ha dado en ocasiones idea de la velocidad y la escala de la transformación social ocurrida en el tercer cuarto de este siglo. Otras veces ha bastado el recuerdo de algo que se dijo en el curso de una conversación mucho tiempo atrás y que quedó guardado en la memoria, por razones tal vez ignoradas, para utilizarlo en el futuro. Si el historiador puede explicar este siglo es en gran parte por lo que ha aprendido observado y escuchando. Espero haber comunicado a los lectores algo de lo que he aprendido de esa forma.

El libro se apoya también, necesariamente, en la información obtenida de colegas, de estudiantes y de otras personas a las que abordé mientras lo escribía. En algunos casos, se trata de una deuda sistemática. El capítulo sobre los aspectos científicos lo examinaron mis amigos Alan Mackay FRS, que no sólo es cristalógrafo, sino también , y John Maddox. Una parte de lo que he escrito sobre el desarrollo económico lo leyó mi colega Lance Taylor, de la New School (antes en el MIT), y se basa, sobre todo, en las comunicaciones que leí, en los debates que escuché y, en general, en todo lo que capté manteniendo los ojos bien abiertos durante las conferencias sobre diversos problemas macroeconómicos organizadas en el World Institute for Development Economic Research of the U. N. University (UNU/-WIDER) en Helsinki, cuando se transformó en un gran centro de investigación y debate bajo la dirección del doctor Lal Jayawardena. En general, los veranos que pasé en esa admirable institución como investigador visitante tuvieron un valor inapreciable para mí, sobre todo por su proximidad a la URSS y por su interés intelectual hacia ella durante sus últimos años de existencia. No siempre he aceptado el consejo de aquellos a los que he consultado, e incluso, cuando lo he hecho, los errores sólo se me pueden imputar a mí. Me han sido de gran utilidad las conferencias y coloquios en los que tanto tiempo invierten los profesores universitarios para reunirse con sus colegas y durante los cuales se exprimen mutuamente el cerebro. Me resulta imposible expresar mi gratitud a todos los colegas que me han aportado algo o me han corregido, tanto de manera formal como informal, y reconocer toda la información que he adquirido al haber tenido la fortuna de enseñar a un grupo internacional de estudiantes en la New School. Sin embargo, siento la obligación de reconocer específicamente lo que aprendí sobre la revolución turca y sobre la naturaleza de la emigración y la movilidad social en el tercer mundo en los trabajos de curso de Ferdan Ergut y Alex Julca. También estoy en deuda con la tesis doctoral de mi alumna Margarita Giesecke sobre el APRA y la insurrección de Trujillo de 1932.

A medida que el historiador del siglo XX se aproxima al presente depende cada vez más de dos tipos de fuentes: la prensa diaria y las publicaciones y los informes periódicos, por un lado, y los estudios económicos y de otro tipo, las compilaciones estadísticas y otras publicaciones de los gobiernos nacionales y de las instituciones internacionales, por otro. Sin duda, me siento en deuda con diarios como el Guardián de Londres, el Financial Times y el New York Times. En la bibliografía reconozco mi deuda con las inapreciables publicaciones del Banco Mundial y con las de las Naciones Unidas y de sus diversos organismos. No puede olvidarse tampoco a su predecesora, la Sociedad de Naciones. Aunque en la práctica constituyó un fracaso total, sus valiosísimos estudios y análisis, sobre todo Industrialisation and World Trade, publicado en 1945, merecen toda nuestra gratitud. Sin esas fuentes sería imposible escribir la historia de las transformaciones económicas, sociales y culturales que han tenido lugar en el presente siglo.

Para una gran parte de cuanto he escrito en este libro, excepto para mis juicios personales, necesito contar con la confianza del lector. No tiene sentido sobrecargar un libro como éste con un gran número de notas o con otros signos de erudición. Sólo he recurrido a las referencias bibliográficas para mencionar la fuente de las citas textuales, de las estadísticas y de otros datos cuantitativos —diferentes fuentes dan a veces cifras distintas— y, en ocasiones, para respaldar afirmaciones que los lectores pueden encontrar extrañas, poco familiares o inesperadas, así como para algunos puntos en los que las opiniones del autor, siendo polémicas, pueden requerir cierto respaldo, Dichas referencias figuran entre paréntesis en el texto. El título completo de la fuente se encontrará al final de la obra. Esta Bibliografía no es más que una lista completa de las fuentes citadas de forma textural o a las que se hace referencia en el texto. No es una guía sistemática para un estudio pormenorizado, para el cual se ofrece una breve indicación por separado. El cuerpo de referencias está también separado de las notas a pie de página, que simplemente amplían o matizan el texto.

Sin embargo, no puedo dejar de citar algunas obras que he consultado ampliamente o con las que tengo una deuda especial. No quisiera que sus autores sintieran que no son adecuadamente apreciados. En general, tengo una gran deuda hacia la obra de dos amigos: Paul Bairoch, historiador de la economía e infatigable compilador de datos cuantitativos, e Ivan Berend, antiguo presidente de la Academia Húngara de Ciencias, a quien debo el concepto del . En el ámbito de la historia política general del mundo desde la segunda guerra mundial, P. Calvocoressi (World Politics Since 1945) ha sido una guía sólida y, en ocasiones —comprensiblemente—, un poco ácida. En cuanto a la segunda guerra mundial, debo mucho a la soberbia obra de Alan Milward, La segunda guerra mundial, 1939-1945, y para la economía posterior a 1945 me han resultado de gran utilidad las obras Prosperidad y crisis. Reconstrucción, crecimiento y cambio, 1945-1980, de Herman Van der Wee, y Capitalism Since 1945, de Philip Armstrong, Andrew Glyn y John Harrison. La obra de Martin Walker The Cold War merece mucho más aprecio del que le han demostrado unos críticos poco entusiastas. Para la historia de la izquierda desde la segunda guerra mundial me he basado en gran medida en el doctor Donald Sassoon del Queen Mary and Westfield College, de la Universidad de Londres, que me ha permitido leer su amplio y penetrante estudio, inacabado aún, sobre este tema. En cuanto a la historia de la URSS, tengo una deuda especial con los estudios de Moshe Lewin, Alec Nove, R. W. Davies y Sheila Fitzpatrick; para China, con los de Benjamin Schwartz y Stuart Schram; y para el mundo islámico, con Ira Lapidus y Nikki Keddie. Mis puntos de vista sobre el arte deben mucho a los trabajos de John Willett sobre la cultura de Weimar (y a mis conversaciones con él) y a los de Francis Haskell. En el capítulo 6, mi deuda para con el Diaghilev de Lynn Garafola es manifiesta.

Debo expresar un especial agradecimiento a quienes me han ayudado a preparar este libro. En primer lugar, a mis ayudantes de investigación, Joanna Bedford en Londres y Lise Grande en Nueva York. Quisiera subrayar particularmente la deuda que he contraído con la excepcional señora Grande, sin la cual no hubiera podido de ninguna manera colmar las enormes lagunas de mi conocimiento y comprobar hechos y referencias mal recordados. Tengo una gran deuda con Ruth Syers, que mecanografió el manuscrito, y con Marlene Hobsbawm, que leyó varios capítulos desde la óptica del lector no académico que tiene un interés general en el mundo moderno, que es precisamente el tipo de lector al que se dirige este libro.

Ya he indicado mi deuda con los alumnos de la New School, que asistieron a las clases en las que intenté formular mis ideas e interpretaciones. A ellos les dedico este libro.

Eric Hobsbawm
Londres-Nueva York, 1993-1994



CAPÍTULO I: LA ÉPOCA DE LA GUERRA TOTAL

Hileras de rostros grisáceos que murmuran, teñidos de temor,
abandonan sus trincheras y salen a la superficie,
mientras el reloj marca indiferente y sin cesar el tiempo en sus muñecas,
y la esperanza, con ojos furtivos y puños cerrados,
se sumerge en el fango. ¡Oh Señor!, haz que esto termine!
Siegfried Sassoon (1947, p. 71)


A la vista de las afirmaciones sobre la de los ataques aéreos, tal vez se considere mejor guardar las apariencias formulando normas más moderadas y limitando nominalmente los bombardeos a los objetivos estrictamente militares… no hacer hincapié en la realidad de que la guerra aérea ha hecho que esas restricciones resulten obsoletas e imposibles. Puede pasar un tiempo hasta que se declare una nueva guerra y en ese lapso será posible enseñar a la opinión pública lo que significa la fuerza aérea.
Rules as to Bombardment by Aircraft, 1921 (Townshend, 1986, p. 161)


(Sarajevo, 1946). aquí, como en Belgrado, veo en las calles un número importante de mujeres jóvenes cuyo cabello está encaneciendo o ya se ha vuelto gris. Sus rostros atormentados son aún jóvenes y las formas de sus cuerpos revelan aún más claramente su juventud. Me parece apreciar en las cabezas de estos seres frágiles la huella de la última guerra…

No puedo conservar esta escena para el futuro, pues muy pronto esas cabezas serán aún más blancas y desaparecerán. Es de lamentar, pues nada podría explicar más claramente a las generaciones futuras los tiempos que nos ha tocado vivir que estas jóvenes cabezas encanecidas, privadas ya de la despreocupación de la juventud.

Que al menos estas breves palabras sirvan para perpetuar su recuerdo.

Signs by the Roadside

(Andric, 1992, p. 50).

1
Al mismo tiempo, el gran escritor satírico Karl Kraus se disponía en Viena a denunciar aquella guerra en un extraordinario reportaje-drama de 792 páginas al que tituló Los últimos días de la humanidad. Para ambos personajes la guerra mundial suponía la liquidación de un mundo y no eran sólo ellos quienes así lo veían. No era el fin de la humanidad, aunque hubo momentos, durante los 31 años de conflicto mundial que van desde la declaración austríaca de guerra contra Serbia el 28 de julio de 1914 y la rendición incondicional del Japón el 14 de agosto de 1945 —cuatro días después de que hiciera explosión la primera bomba nuclear—, en los que pareció que podría desaparecer una gran parte de la raza humana. Sin duda hubo ocasiones para que el dios, o los dioses, que según los creyentes había creado el mundo y cuanto contenía se lamentara de haberlo hecho.

La humanidad sobrevivió, pero el gran edificio de la civilización decimonónica se derrumbó entre las llamas de la guerra al hundirse los pilares que lo sustentaban. El siglo XX no puede concebirse disociado de la guerra, siempre presente aun en los momentos en los que no se escuchaba el sonido de las armas y las explosiones de las bombas. La crónica histórica del siglo y, más concretamente, de sus momentos iniciales de derrumbamiento y catástrofe, debe comenzar con el relato de los 31 años de guerra mundial.

Para quienes se habían hecho adultos antes de 1914, el contraste era tan brutal que muchos de ellos, incluída la generación de los padres de este historiador o, en cualquier caso, aquellos de sus miembros que vivían en la Europa central, rechazaban cualquier continuidad con el pasado. significaba , y cuanto venía después de esa fecha no merecía ese nombre. Esa actitud era comprensible, ya que desde hacía un siglo no se había registrado una guerra importante, es decir, una guerra en la que hubieran participado todas las grandes potencias, o la mayor parte de ellas. En ese momento, los componentes principales del escenario internacional eran las seis europeas (Gran Bretaña, Francia, Rusia, Austria-Hungría, Prusia —desde 1871 extendida a Alemania— y, después de la unificación, Italia), Estados Unidos y Japón. Sólo había habido un breve conflicto en el que participaron más de dos grandes potencias, la guerra de Crimea (1854-1856), que enfrentó a Rusia con Gran Bretaña y Francia. Además, la mayor parte de los conflictos en los que estaban involucradas algunas de las grandes potencias habían concluído con una cierta rapidez. El más largo de ellos no fue un conflicto internacional sino una guerra civil en los Estados Unidos (1861-1865), y lo normal era que las guerras duraran meses o incluso (como la guerra entre Prusia y Austria de 1866) semanas. Entre 1871 y 1914 no hubo ningún conflicto en Europa en el que los ejércitos de las grandes potencias atravesaran una frontera enemiga, aunque en el Extremo Oriente Japón se enfrentó con Rusia, a la que venció, en 1904-1905, en una guerra que aceleró el estallido de la revolución rusa.

Anteriormente, nunca se había producido una guerra mundial. En el siglo XVIII, Francia y Gran Bretaña se habían enfrentado en diversas ocasiones en la India, en Europa, en América del Norte y en los diversos océanos del mundo. Sin embargo, entre 1815 y 1914 ninguna gran potencia se enfrentó a otra más allá de su región de influencia inmediata, aunque es verdad que eran frecuentes las expediciones agresivas de las potencias imperialistas, o de aquellos países que aspiraban a serlo, contra enemigos más débiles de ultramar. La mayor parte de ellas eran enfrentamientos desiguales, como las guerras de los Estados Unidos contra México (1846-1848) y España (1898) y las sucesivas campañas de ampliación de los imperios coloniales británico y francés, aunque en alguna ocasión no salieron bien librados, como cuando los franceses tuvieron que retirarse de México en la década de 1860 y los italianos de Etiopía en 1896. Incluso los más firmes oponentes de los estados modernos, cuya superioridad en la tecnología de la muerte era cada vez más abrumadora, sólo podían esperar, en el mejor de los casos, retrasar la inevitable retirada. Esos conflictos exóticos sirvieron de argumento para las novelas de aventuras o los reportajes que escribía el corresponsal de guerra (ese invento de mediados del siglo XIX), pero no repercutían directamente en la población de los estados que los libraban y vencían.

Pues bien, todo eso cambió en 1914. En la primera guerra mundial participaron todas las grandes potencias y todos los estados europeos excepto España, los Países Bajos, los tres países escandinavos y Suiza. Además, diversos países de ultramar enviaron tropas, en muchos casos por primera vez, a luchar fuera de su región. Así, los canadienses lucharon en Francia, los australianos y neozelandeses forjaron su conciencia nacional en una península del Egeo —»Gallípoli» se convirtió en su mito nacional— y, lo que es aún más importante, los Estados Unidos desatendieron la advertencia de George Washington de no dejarse involucrar en y trasladaron sus ejércitos a Europa, condicionando con esa decisión la trayectoria histórica del siglo XX. Los indios fueron enviados a Europa y al Próximo Oriente, batallones de trabajo chinos viajaron a Occidente y hubo africanos que sirvieron en el ejército francés. Aunque la actividad militar fuera de Europa fue escasa, excepto en el Próximo Oriente, también la guerra naval adquirió una dimensión mundial: la primera batalla se dirimió en 1914 cerca de las islas Malvinas y las campañas decisivas, que enfrentaron a submarinos alemanes con convoyes aliados, se desarrollaron en el Atlántico norte y medio.

Que la segunda guerra mundial fue un conflicto literalmente mundial es un hecho que no necesita ser demostrado. Prácticamente todos los estados independientes del mundo se vieron involucrados en la contienda, voluntaria o involuntariamente, aunque la participación de las repúblicas de América Latina fue más bien de carácter nominal. En cuanto a las colonias de las potencias imperiales, no tenían posibilidad de elección. Salvo la futura república de Irlanda, Suecia, Suiza, Portugal, Turquía y España en Europa y, tal vez, Afganistán fuera de ella, prácticamente el mundo entero era beligerante o había sido ocupado (o ambas cosas). En cuanto al escenario de las batallas, los nombres de las islas melanésicas y de los emplazamientos del norte de África, Birmania y Filipinas comenzaron a ser para los lectores de períodicos y los radioyentes —no hay que olvidar que fue por excelencia la guerra de los boletines de noticias radiofónicas— tan familiares como los nombres de las batallas de noticias radiofónicas— tan familiares como los nombres de las batallas del Ártico y el Cáucaso, de Normandía, Stalingrado y Kursk. La segunda guerra mundial fue una lección de geografía universal.

Ya fueran locales, regionales o mundiales, las guerras del siglo XX tendrían una dimensión infinitamente mayor que los conflictos anteriores. De un total de 74 guerras internacionales ocurridas entre 1816 y 1965 que una serie de especialistas de Estados Unidos —a quienes les gusta hacer eses tipo de cosas— han ordenado por el número de muertos que causaron, las que ocupan los cuatro primeros lugares de la lista se han registrado en el siglo XX: las dos guerras mundiales, la que enfrentó a los japoneses con China en 1937-1939 y la guerra de Corea. Más de un millón de personas murieron en el campo de batalla en el curso de estos conflictos. En el siglo XIX, la guerra internacional documentada de mayor envergadura del período posnapoleónico, la que enfrentó a Prusia/Alemania con Francia en 1870-1871, arrojó un saldo de 150.000 muertos, cifra comparable al número de muertos de la guerra del Chaco de 1932-1935 entre Bolivia (con una población de unos tres millones de habitantes) y Paraguay (con 1,4 millones de habitantes aproximadamente). En conclusión, 1914 inaugura la era de las matanzas (Singer, 1972, pp. 66 y 131).

No hay espacio en este libro para analizar los orígenes de la primera guerra mundial, que este autor ha intentado esbozar en La era del imperio. Comenzó como una guerra esencialmente europea entre la Triple Alianza, constituida por Francia, Gran Bretaña y Rusia y las llamadas (Alemania y Austria-Hungría). Serbia y Bélgica se incorporaron inmediatamente al conflicto como consecuencia del ataque austríaco contra la primera (que, de hecho, desencadenó el inicio de las hostilidades) y del ataque alemán contra la segunda (que era parte de la estrategia de guerra alemana). Turquía y Bulgaria se alinearon poco después junto a las potencias centrales, mientras que en el otro bando la Triple Alianza dejó paso gradualmente a una gran coalición. Se compró la participación de Italia y también tomaron parte en el conflicto Grecia, Rumania y, en menor medida, Portugal. Como cabía esperar, Japón intervino casi de forma inmediata para ocupar posiciones alemanas en el Extremo Oriente y el Pacífico occidental, pero limitó sus actividades a esa región. Los Estados Unidos entraron en la guerra en 1917 y su intervención iba a resultar decisiva.

Los alemanes, como ocurriría también en la segunda guerra mundial, se encontraron con una posible guerra en dos frentes, además del de los Balcanes al que les había arrastrado su alianza con Austria-Hungría. (Sin embargo, el hecho de que tres de las cuatro potencias centrales pertenecieran a esa región —Turquía, Bulgaria y Austria— hacía que el problema estratégico que planteaba fuera menos urgente.) El plan alemán consistía en aplastar rápidamente a Francia en el oeste y luego actuar con la misma rapidez en el este para eliminar a Rusia antes de que el imperio del zar pudiera organizar con eficacia todos sus ingentes efectivos militares. Al igual que ocurriría posteriormente, la idea de Alemania era llevar a cabo una campaña relámpago (que en la segunda guerra mundial se conocería con el nombre de Blitzkrieg) porque no podía actuar de otra manera. El plan estuvo a punto de verse coronado por el éxito. El ejército alemán penetró en Francia por diversas rutas, atravesando entre otros el territorio de la Bélgica neutral, y sólo fue detenido a algunos kilómetros al este de París, en el río Marne, cinco o seis semanas después de que se hubieran declarado las hostilidades. (El plan triunfaría en 1940). A continuación, se retiraron ligeramente y ambos bandos —los franceses apoyados por lo que quedaba de los belgas y por un ejército de tierra británico que muy pronto adquirió ingentes proporciones— improvisaron líneas paralelas de trincheras y fortificaciones defensivas que se extendían sin solución de continuidad desde la costa del canal de la Mancha en Flandes hasta la frontera suiza, dejando en manos de los alemanes una extensa zona de la parte oriental de Francia y Bélgica. Las posiciones apenas se modificaron durante los tres años y medio siguientes.

Ese era el , que se convirtió probablemente en la maquinaria más mortífera que había conocido hasta entonces la historia del arte de la guerra. Millones de hombres se enfrentaban desde los parapetos de las trincheras formadas por sacos de arena, bajo los que vivían como ratas y piojos (y con ellos). De vez en cuando, sus generales intentaban poner fin a esa situación de parálisis. Durante días, o incluso semanas, la artillería realizaba un bombardeo incesante —un escritor alemán hablaría más tarde de los (Ernst Jünger, 1921)— para al enemigo y obligarle a protegerse en los refugios subterráneos hasta que en el momento oportuno oleadas de soldados saltaban por encima del parapeto, protegido por alambre de espino, hacia , un caos de cráteres de obuses anegados, troncos de árboles caídos, barro y cadáveres abandonados, para lanzarse hacia las ametralladoras que, como ya sabían, iban a segar sus vidas. En 1916 (febrero-julio) los alemanes intentaron sin éxito romper la línea defensiva en Verdún, en una batalla en la que se enfrentaron dos millones de soldados y en la que hubo un millón de bajas. La ofensiva británica en el Somme, cuyo objetivo era obligar a los alemanes a desistir de la ofensiva en Verdún, costó a Gran Bretaña 420.000 muertos (60.000 sólo el primer día de la batalla). No es sorprendente que para los británicos y los franceses, que lucharon durante la mayor parte de la primera guerra mundial en el frente occidental, aquella fuera la , más terrible y traumática que la segunda guerra mundial. Los franceses perdieron casi el 20 por 100 de sus hombres en edad militar, y si se incluye a los prisioneros de guerra, los heridos y los inválidos permanentes y desfigurados —los gueles cassès () que al acabar las hostilidades serían un vívido recuerdo de la guerra —, sólo algo más de un tercio de los soldados franceses salieron indemnes del conflicto. Esa misma proporción puede aplicarse a los cinco millones de soldados británicos. Gran Bretaña perdió una generación, medio millón de hombres que no habían cumplido aún los treinta años (Winter, 1986, p. 83), en su mayor parte de las capas altas, cuyos jóvenes, obligados a dar ejemplo en su condición de oficiales, avanzaban al frente de sus hombres y eran, por tanto, los primeros en caer. Una cuarta parte de los alumnos de Oxford y Cambridge de menos de 25 años que sirvieron en el ejército británico en 1914 perdieron la vida (Winter, 1986, p. 98). En las filas alemanas, el número de muertos fue mayor aún que en el ejército francés, aunque fue inferior la proporción de bajas en el grupo de bolación en edad militar, mucho más numeroso (el 13 por 100). Incluso las pérdidas aparentemente modestas de los Estados Unidos (116.000 frente a 1,6 millones de franceses, casi 800.000 británicos y 1,8 millones de alemanes) ponen de relieve el carácter sanguinario del frente occidental, el único en que lucharon. En efecto, aunque en la segunda guerra mundial el número de bajas estadounidenses fue de 2,5 a 3 veces mayor que en la primera, en 1917-1918 los ejércitos norteamericanos sólo lucharon durante un año y medio (tres años y medio en la segunda guerra mundial) y no en diversos frentes sino en una zona limitada.

Pero peor aún que los horrores de la guerra en el frente occidental iban a ser sus consecuencias. La experiencia contribuyó a brutalizar la guerra y la política, pues si en la guerra importaban la pérdida de vidas humanas y otros costes ¿por qué debían importar en la política? Al terminar la primera guerra mundial, la mayor parte de los que habían participado en ella —en su inmensa mayoría como reclutados forzosos— odiaban sinceramente la guerra. Sin embargo, algunos veteranos que habían vivido la experiencia de la muerte y el valor sin rebelarse contra la guerra desarrollaron un sentimiento de indomable superioridad, especialmente con respecto a las mujeres y a los que no habían luchado, que definiría la actitud de los grupos ultraderechistas de posguerra. Adolf Hitler fue uno de aquellos hombres para quienes la experiencia de haber sido un Frontsoldat fue decisiva en sus vidas. Sin embargo, la reacción opuesta tuvo también consecuencias negativas. Al terminar la guerra, los políticos, al menos en los países democráticos, comprendieron con toda claridad que los votantes no tolerarían un baño de sangre como el de 1914-1918. Este principio determinaría la estrategia de Gran Bretaña y Francia después de 1918, al igual que años más tarde inspiraría la actitud de los Estados Unidos tras la guerra de Vietnam. A corto plazo, esta actitud contribuyó a que en 1940 los alemanes triunfaran en la segunda guerra mundial en el frente occidental, ante una Francia encogida detrás de sus vulnerables fortificaciones e incapaz de luchar una vez que fueron derribadas, y ante una Gran Bretaña deseosa de evitar una guerra terrestre masiva como la que había diezmado su población en 1914-1918. A largo plazo, los gobiernos democráticos no pudieron resistir la tentación de salvar las vidas de sus ciudadanos mediante el desprecio absoluto de la vida de las personas de los países enemigos. La justificación del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 no fue que era indispensable para conseguir la victoria, para entonces absolutamente segura, sino que era un medio de salvar vidas de soldados estadounidenses. Pero es posible que uno de los argumentos que indujo a los gobernantes de los Estados Unidos a adoptar la decisión fuese el deseo de impedir que su aliado, la Unión Soviética, reclamara un botín importante tras la derrota de Japón.

Mientras el frente occidental se sumía en una parálisis sangrienta, la actividad proseguía en el frente oriental. Los alemanes pulverizaron a una pequeña fuerza invasora rusa en la batalla de Tannenberg en el primer mes de la guerra y a continuación, con la ayuda intermitente de los austríacos, expulsaron de Polonia a los ejércitos rusos. Pese a las contraofensivas ocasionales de estos últimos, era patente que las potencias centrales dominaban la situación y que, frente al avance alemán, Rusia se limitaba a una acción defensiva en retaguardia. En los Balcanes, el control de la situación correspondía a las potencias centrales, a pesar de que el inestable imperio de los Habsburgo tuvo un comportamiento desigual en las acciones militares. Fueron los países beligerantes locales, Serbia y Rumania, los que sufrieron un mayor porcentaje de bajas militares. Los aliados, a pesar de que ocuparon Grecia, no consiguieron un avance significativo hasta el hundimiento de las potencias centrales después del verano de 1918. El plan, diseñado por Italia, de abrir un nuevo frente contra Austria-Hungría en los Alpes fracasó, principalmente porque muchos soldados italianos no veían razón para luchar por un gobierno y un estado que no consideraban como suyos y cuya lengua pocos sabían hablar. Después de la importante derrota militar de Caporetto (1917), que Ernest Hemingway reflejó en su novela Adiós a las armas, los italianos tuvieron incluso que recibir contingentes de refuerzo de otros ejércitos aliados. Mientras tanto, Francia, Gran Bretaña y Alemania se desangraban en el frente occidental, Rusia se hallaba en una situación de creciente inestabilidad como consecuencia de la derrota que estaba sufriendo en la guerra y el imperio austrohúngaro avanzaba hacia su desmembramiento, que tanto deseaban los movimientos nacionalistas locales y al que los ministros de Asuntos Exteriores aliados se resignaron sin entusiasmo, pues preveían acertadamente que sería un factor de inestabilidad en Europa.

El problema para ambos bandos residía en cómo conseguir superar la parálisis en el frente occidental, pues sin la victoria en el oeste ninguno de los dos podía ganar la guerra, tanto más cuanto que también la guerra naval se hallaba en un punto muerto. Los aliados controlaban los océanos, donde sólo tenían que hacer frente a algunos ataques aislados, pero en el mar del Norte las flotas británica y alemana se hallaban frente a frente totalmente inmovilizadas. El único intento de entrar en batalla (1916) concluyó sin resultado decisivo, pero dado que confinó en sus bases a la flota alemana puede afirmarse que favoreció a los aliados.

Ambos bandos confiaban en la tecnología. Los alemanes —que siempre habían destacado en el campo de la química— utilizaron gas tóxico en el campo de batalla, donde demostró ser monstruoso e ineficaz, dejando como secuela el único acto auténtico de repudio oficial humanitario contra una forma de hacer la guerra, la Convención de Ginebra de 1925, en la que el mundo se comprometió a no utilizar la guerra química. En efecto, aunque todos los gobiernos continuaron preparándose para ella y creían que el enemigo la utilizaría, ninguno de los dos bandos recurrió a esa estrategia en la segunda guerra mundial, aunque los sentimientos humanitarios no impidieron que los italianos lanzaran gases tóxicos en las colonias. El declive de los valores de la civilización después de la segunda guerra mundial permitió que volviera a practicarse la guerra química. Durante la guerra de Irán e Irak en los años ochenta, Irak, que contaba entonces con el decidido apoyo de los estados occidentales, utilizó gases tóxicos contra los soldados y contra la población civil. Los británicos fueron los pioneros en la utilización de los vehículos articulados blindados, conocidos todavía por su nombre en código de , pero sus generales, poco brillantes realmente, no habían descubierto aún como utilizarlos. Ambos bandos usaron los nuevos y todavía frágiles aeroplanos y Alemania utilizó curiosas aeronaves en forma de cigarro, cargadas de helio, para experimentar el bombardeo aéreo, aunque afortunadamente sin mucho éxito. La guerra aérea llegó a su apogeo, especialmente como medio de aterrorizar a la población civil, en la segunda guerra mundial.

La única arma tecnológica que tuvo importancia para el desarrollo de la guerra de 1914-1918 fue el submarino, pues ambos bandos, al no poder derrotar al ejército contrario, trataron de provocar el hambre entre la población enemiga. Dado que Gran Bretaña recibía por mar todos los suministros, parecía posible provocar el estrangulamiento de las Islas Británicas mediante una actividad cada vez más intensa de los submarinos contra los navíos británicos. La campaña estuvo a punto de triunfar en 1917, antes de que fuera posible contrarrestarla con eficacia, pero fue el principal argumento que motivó al participación de los Estados Unidos en la guerra. Por su parte, los británicos trataron por todos los medios de impedir el envío de suministros a Alemania, a fin de asfixiar su economía de guerra y provocar el hambre entre su población. Tuvieron más éxito de lo que cabía esperar, pues, como veremos, la economía de guerra germana no funcionaba con la eficacia y racionalidad de las que se jactaban los alemanes. No puede decirse lo mismo de la máquina militar alemana que, tanto en la primera como en la segunda guerra mundial, era muy superior a todas las demás. La superioridad del ejército alemán como fuerza militar podía haber sido decisiva si los aliados no hubieran podido contar a partir de 1917 con los recursos prácticamente ilimitados de los Estados Unidos. Alemania, a pesar de la carga que suponía la alianza con Austria, alcanzó la victoria total en el este, consiguió que Rusia abandonara las hostilidades, la empujó hacia la revolución y en 1917-1918 le hizo renunciar a una gran parte de sus territorios europeos. Poco después de haber impuesto a Rusia unas duras condiciones de paz en Brest-Litovsk (marzo de 1918), el ejército alemán se vio con las manos libres para concentrarse en el oeste y así consiguió romper el frente occidental y avanzar de nuevo sobre París. Aunque los aliados se recuperaron gracias al envío masivo de refuerzos y pertrechos desde los Estados Unidos, durante un tiempo pareció que la suerte de la guerra estaba decidida. Sin embargo, era el último envite de una Alemania exhausta, que se sabía al borde de la derrota. Cuando los aliados comenzaron a avanzar en el verano de 1918, la conclusión de la guerra fue sólo cuestión de unas pocas semanas. Las potencias centrales no sólo admitieron la derrota sino que se derrumbaron. En el otoño de 1918, la revolución se enseñoreó de toda la Europa central y suroriental, como antes había barrido Rusia en 1917 (véase el capítulo siguiente). Ninguno de los gobiernos existentes entre las fronteras de Francia y el mar del Japón se mantuvo en el poder. Incluso los países beligerantes del bando vencedor sufrieron graves conmociones, aunque no hay motivos para pensar que Gran Bretaña y Francia no hubieran sobrevivido como entidades políticas estables, aún en el caso de haber sido derrotadas. Desde luego no puede afirmarse lo mismo de Italia y, ciertamente, ninguno de los países derrotados escapó a los efectos de la revolución.

Si uno de los grandes ministros o diplomáticos de períodos históricos anteriores —aquellos en quienes los miembros más ambiciosos de los departamentos de asuntos exteriores decían inspirarse todavía, un Talleyrand o un Bismarck— se hubiera alzado de su tumba para observar la primera guerra mundial, se habría preguntado, con toda seguridad, por qué los estadistas sensatos no habían decidido poner fin a la guerra mediante algún tipo de compromiso antes de que destruyera el mundo de 1914. También nosotros podemos hacernos la misma pregunta. En el pasado, prácticamente ninguna de las guerras no revolucionarias y no ideológicas se había librado como una lucha a muerte o hasta el agotamiento total. En 1914, no era la ideología lo que dividía a los beligerantes, excepto en la medida en que ambos bandos necesitaban movilizar a la opinión pública, aludiendo al profundo desafío de los valores nacionales aceptados, como la barbarie rusa contra la cultura alemana, la democracia francesa y británica contra el absolutismo alemán, etc. Además, había estadistas que recomendaban una solución de compromiso, incluso fuera de Rusia y Austria-Hungría, que presionaban en esa dirección a sus aliados de forma cada vez más desesperada a medida que veían acercarse la derrota. ¿Por qué, pues, las principales potencias de ambos bandos consideraron la primera guerra mundial como un conflicto en el que sólo se podía contemplar la victoria o la derrota total?


La razón es que, a diferencia de otras guerras anteriores, impulsadas por motivos limitados y concretos, la primera guerra mundial perseguía objetivos ilimitados. En la era imperialista, se había producido la fusión de la política y la economía. La rivalidad política internacional se establecía en función del crecimiento y la competitividad de la economía, pero el rasgo característico era precisamente que no tenía límites. “Las ‘fronteras naturales’ de la Standard Oil, el Deutsche Bank o la De Beers Diamond Corporation se situaban en el confín del universo, o más bien en los límites de su capacidad de expansionarse» (Hobsbawm, 1987, p. 318). De manera más concreta, para los dos beligerantes principales, Alemania y Gran Bretaña, el límite tenía que ser el cielo, pues Alemania aspiraba a alcanzar una posición política y marítima mundial como la que ostentaba Gran Bretaña, lo cual automáticamente relegaría a un plano inferior a una Gran bretaña que ya había iniciado el declive. Era el todo o nada. En cuanto a Francia, en ese momento, y también más adelante, sus aspiraciones tenían un carácter menos general pero igualmente urgente: compensar su creciente, y al parecer inevitable, inferioridad demográfica y económica con respecto a Alemania. También aquí estaba en juego el futuro de Francia como potencia de primer orden. En ambos casos, un compromiso sólo habría servido para posponer el problema. Sin duda, Alemania podía limitarse a esperar hasta que su superioridad, cada vez mayor, situara al país en el lugar que el gobierno alemán creía que le correspondía, lo cual ocurriría antes o después. De hecho, la posición dominante en Europa de una Alemania derrotada en dos ocasiones, y resignada a no ser una potencia militar independiente, estaba más claramente establecida al inicio del decenio de 1990 de lo que nunca lo estuvieron las aspiraciones militaristas de Alemania antes de 1945. Pero esto es así porque tras la segunda guerra mundial, Gran Bretaña y Francia tuvieron que aceptar, aunque no de buen grado, verse relegadas a la condición de potencia de segundo orden, de la misma forma que la Alemania Federal, pese a su enorme potencialidad económica, reconoció que en el escenario mundial posterior a 1945 no podría ostentar la supremacía como estado individual. En la década de 1900, cenit de la era imperial e imperialista, estaban todavía intactas tanto la aspiración alemana de convertirse en la primera potencia mundial (, se afirmaba) como la resistencia de Gran Bretaña y Francia, que seguían siendo, sin duda, en un mundo eurocéntrico. Teóricamente, el compromiso sobre alguno de los casi megalomaníacos que ambos bandos formularon en cuanto estallaron las hostilidades era posible, pero en la práctica el único objetivo de guerra que importaba era la victoria total, lo que en la segunda guerra mundial se dio en llamar .

Era un objetivo absurdo y destructivo que arruinó tanto a los vencedores como a los vencidos. Precipitó a los países derrotados en la revolución y a los vencedores en la bancarrota y en el agotamiento material. En 1940, Francia fue aplastada, con ridícula facilidad y rapidez, por unas fuerzas alemanas inferiores y aceptó sin dilación la subordinación a Hitler porque el país había quedado casi completamente desangrado en 1914-1918. Por una parte, Gran Bretaña no volvió a ser la misma a partir de 1918 porque la economía del país se había arruinado al luchar en una guerra que quedaba fuera del alcance de sus posibilidades y recursos. Además, la victoria total, ratificada por una paz impuesta que establecía unas durísimas condiciones, dio al traste con las escasas posibilidades que existían de restablecer, al menos en cierto grado, una Europa estable, liberal y burguesa. Así lo comprendió inmediatamente el economista John Maynard Keines. Si Alemania no se reintegraba a la economía europea, es decir, si no se reconocía y aceptaba el peso del país en esa economía sería imposible recuperar la estabilidad. Pero eso era lo último en que pensaban quienes habían luchado para eliminar a Alemania.

Las condiciones de la paz impuesta por las principales potencias vencedoras sobrevivientes (los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia e Italia) y que suele denominarse, de manera imprecisa, tratado de Versalles,1 respondían a cinco consideraciones principales. La más inmediata era el derrumbamiento de un gran número de regímenes en Europa y la eclosión en Rusia de un régimen bolchevique revolucionario alternativo dedicado a la subversión universal e imán de las fuerzas revolucionarias de todo el mundo (véase el capítulo II). En segundo lugar, se consideraba necesario controlar a Alemania, que después de todo, había estado a punto de derrotar con sus solas fuerzas a toda la coalición aliada. Por razones obvias esta era —y no ha dejado de serlo desde entonces— la principal preocupación de Francia. En tercer lugar, había que reestructurar el mapa de Europa, tanto par debilitar a Alemania como para llenar los grandes espacios vacíos que habían dejado en Europa y en el Próximo Oriente la derrota y el hundimiento simultáneo de los imperios ruso, astrohúngaro y turco. Los principales aspirantes a esa herencia, al menos en Europa, eran una serie de movimientos nacionalistas que los vencedores apoyaron siempre que fueran antibolcheviques. de hecho, el principio fundamental que guiaba en Europa la reestructuración del mapa era la creación de estado nacionales étnico-lingüísticos, según el principio de que las naciones tenían . El presidente de los Estados Unidos, Wilson, cuyos puntos de vista expresaban los de la potencia sin cuya intervención se habría perdido la guerra, defendía apasionadamente ese principio, que era (y todavía lo es) más fácilmente sustentado por quienes estaban alejados de las realidades étnicas y lingüísticas de las regiones que debían ser divididas en estados nacionales. El resultado de ese intento fue realmente desastroso, como lo atestigua todavía la Europea del decenio de 1990. Los conflictos nacionales que desgarran el continente en los años noventa estaban larvados ya en la obra de Versalles.2 La reorganización del Próximo Oriente se realizó según principios imperialistas convencionales —reparto entre Gran Bretaña y Francia— excepto en el caso de Palestina, donde el gobierno británico, anhelando contar con el apoyo de la comunidad judía internacional durante la guerra, había prometido, no sin imprudencia y ambigüedad, establecer para los judíos. Esta sería otra secuela problemática e insuperada de la primera guerra mundial.

El cuarto conjunto de consideraciones eran las de la política nacional de los países vencedores —en la práctica, Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos— y la fricciones entre ellos. La consecuencia más importante de esas consideraciones políticas internas fue que el Congreso de los Estados Unidos se negó a ratificar el tratado de paz, que en gran medida había sido redactado por y para su presidente, y por consiguiente los Estados Unidos se retiraron del mismo, hecho que habría de tener importantes consecuencias.

Finalmente, las potencias vencedoras trataron de conseguir una paz que hiciera imposible una nueva guerra como la que acababa de devastar el mundo y cuyas consecuencias estaban sufriendo. El fracaso que cosecharon fue realmente estrepitoso, pues veinte años más tarde el mundo estaba nuevamente en guerra.

Salvar al mundo del bolchevismo y reestructurar el mapa de Europa eran dos proyectos que se superponían, pues la maniobra inmediata para enfrentarse a la Rusia revolucionaria en caso de que sobreviviera —lo cual no podía en modo alguno darse por sentado en 1919— era aislarla tras un cordon sanitaire, como se decía en el lenguaje diplomático de la época, de estados anticomunistas. Dado que éstos habían sido constituídos totalmente, o en gran parte, con territorios de la antigua Rusia, su hostilidad hacia Moscú estaba garantizada. De norte a sur, dichos estados eran los siguientes: Finlandia, una región autónoma cuya secesión había sido permitida por Lenin; tres nuevas pequeñas repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania), respecto de las cuales no existía precedente histórico; Polonia, que recuperaba su condición de estado independiente después de 120 años, y Rumania, cuya extensión se había duplicado con la anexión de algunos territorios húngaros y austríacos del imperio de los Habsburgo y de Besarabia, que antes pertenecía a Rusia.

De hecho. Alemania había arrebatado la mayor parte de esos territorios a Rusia, que de no haber estallado la revolución bolchevique los habría recuperado. El intento de prolongar ese aislamiento hacia el Cáucaso fracasó, principalmente porque la Rusia revolucionaria llegó a un acuerdo con Turquía (no comunista, pero también revolucionaria), que odiaba a los imperialismos británico y francés. Por consiguiente, los estados independientes de Armenia y Georgia, establecidos tras la firma del tratado de Brest-Litovsk, y los intentos de los británicos de desgajar de Rusia el territorio petrolífero de Azerbaiján, no sobrevivieron a la victoria de los bolcheviques en la guerra civil de 1918-1920 y al tratado turco-soviético de 1921. En resumen, en el este los aliados aceptaron las fronteras impuestas por Alemania a la Rusia revolucionaria, siempre y cuando no existieran fuerzas más allá de su control que las hicieran inoperantes.

Pero quedaban todavía grandes zonas de Europa, principalmente las correspondientes al antiguo imperio austrohúngaro, por reestructurar. Austria y Hungría fueron reducidas a la condición de apéndices alemán y magiar respectivamente, Serbia fue ampliada para formar una nueva Yugoslavia al fusionarse con Eslovenia (antiguo territorio austríaco) y Croacia (antes territorio húngaro), así como con un pequeño reino independiente y tribal de pastores y merodeadores. Montenegro, un conjunto inhóspito de montañas cuyos habitantes reaccionaron a la pérdida de su independencia abrazando en masa el comunismo que, según creían, sabía apreciar las virtudes heroicas. Lo asociaban también con la Rusia ortodoxa, cuya fe habían defendido durante tantos siglos los indómitos hombres de la Montaña Negra contra los infieles turcos. Se constituyó otro nuevo país, Checoslovaquia, mediante la unión del antiguo núcleo industrial del imperio de los Habsburgo, los territorios checos, con las zonas rurales de Eslovaquia y Rutenia, en otro tiempo parte de Hungría. Se amplió Rumania, que pasó a ser un conglomerado multinacional, y también Polonia e Italia se vieron beneficiadas. No había precedente histórico ni lógica posible en la constitución de Yugoslavia y Checoslovaquia, que eran construcciones de una ideología nacionalista que creía en la fuerza de la etnia común y en la inconveniencia de constituir estados nacionales excesivamente reducidos. Todos los eslavos del sur (yugoslavos) estaban integrados en un estado, como ocurría con los eslavos occidentales de los territorios checos y eslovacos. Como cabía esperar, esos matrimonios políticos celebrados por la fuerza tuvieron muy poca solidez. Además, excepto en los casos de Austria y Hungría, a las que se despojó de la mayor parte de sus minorías —aunque no de todas ellas—, los nuevos estados, tanto los que se formaron con territorios rusos como con territorios del imperio de los Habsburgo, no eran menos multinacionales que sus predecesores.

A Alemania se le impuso una paz con muy duras condiciones, justificadas con el argumento de que era la única responsable de la guerra y de todas sus consecuencias (la cláusula de la ), con el fin de mantener a ese país en una situación de permanente debilidad. El procedimiento utilizado para conseguir ese objetivo no fue tanto el de las amputaciones territoriales (aunque Francia recuperó Alsacia-Lorena, una amplia zona de la parte oriental de Alemania pasó a formar parte de la Polonia restaurada —el que separaba la Prusia Oriental del resto de Alemania— y las fronteras alemanas sufrieron pequeñas modificaciones) sino otras medidas. En efecto, se impidió a Alemania poseer una flota importante, se le prohibió contar con una fuerza aérea y se redujo su ejército de tierra a sólo 100.000 hombres; se le impusieron unas (resarcimiento de los costos de guerra en que habían incurrido los vencedores) teóricamente infinitas; se ocupó militarmente una parte de la zona occidental del país; y se le privó de todas las colonias de ultramar. (Éstas fueron a parar a manos de los británicos y de sus , de los franceses y, en menor medida, de los japoneses, aunque debido a la creciente impopularidad del imperialismo, se sustituyó el nombre de por el de para garantizar el progreso de los pueblos atrasados, confiados por la humanidad a las potencias imperiales, que en modo alguno desearían explotarlas para otro propósito). A mediados de los años treinta lo único que quedaba del tratado de Versalles eran las cláusulas territoriales.

En cuanto al mecanismo para impedir una nueva guerra mundial, era evidente que el consorcio de europeas, que antes de 1914 se suponía que debía garantizar ese objetivo, se había deshecho por completo. La alternativa, que el presidente Wilson instó a los reticentes políticos europeos a aceptar, con todo el fervor liberal de un experto en ciencias políticas de Princeton, era instaurar una (es decir, de estados independientes) de alcance universal que solucionara los problemas pacífica y democráticamente antes de que escaparan a un posible control, a ser posible mediante una negociación realizada de forma pública (), pues la guerra había hecho también que se rechazara el proceso habitual y sensato de negociación internacional, al que se calificaba de . Ese rechazo era una reacción contra los tratados secretos acordados entre los aliados durante la guerra, en los que se había decidido el destino de Europa y del Próximo Oriente una vez concluído el conflicto, ignorando por completo los deseos, y los intereses, de la población de esas regiones. Cuando los bolcheviques descubrieron esos documentos comprometedores en los archivos de la administración zarista, se apresuraron a publicarlos para que llegaran al conocimiento de la opinión pública mundial, y por ello era necesario realizar alguna acción que pudiera limitar los daños. La Sociedad de Naciones se constituyó, pues, como parte del tratado de paz y fue un fracaso casi total, excepto como institución que servía para recopilar estadísticas. Es cierto, no obstante, que al principio resolvió alguna controversia de escasa importancia que no constituía un grave peligro para la paz del mundo, como el enfrentamiento entre Finlandia y Suecia por las islas Aland.3 Pero la negativa de los Estados Unidos a integrarse en la Sociedad de Naciones vacío de contenido real a dicha institución.

No es necesario realizar la crónica detallada de la historia del período de entreguerras para comprender que el tratado de Versalles no podía ser la base de una paz estable. Estaba condenado al fracaso desde el principio y, por lo tanto, el estallido de una nueva guerra era prácticamente seguro. Como ya se ha señalado, los Estados Unidos optaron casi inmediatamente por no firmar los tratados y en un mundo que ya no era eurocéntrico y eurodeterminado, no podía ser viable ningún tratado que no contara con el apoyo de ese país, que se había convertido en una de las primeras potencias mundiales. Como se verá más adelante, esta afirmación es válida tanto por lo que respecta a la economía como a la política mundial. Dos grandes potencias europeas mundiales, Alemania y la Unión Soviética, fueron eliminadas temporalmente del escenario internacional y además se les negó su existencia como protagonistas independientes. En cuanto uno de esos dos países volviera a aparecer en escena quedaría en precario un tratado de paz que sólo tenía el apoyo de Gran Bretaña y Francia, pues Italia también se sentía descontenta. Y, antes o después, Alemania, Rusia, o ambas, recuperarían su protagonismo.

Las pocas posibilidades de paz que existían fueron torpedeadas por la negativa de las potencias vencedoras a permitir la rehabilitación de los vencidos. Es cierto que la represión total de Alemania y la proscripción absoluta de la Rusia soviética no tardaron en revelarse imposibles, pero el proceso de aceptación de la realidad fue lento y cargado de resistencias, especialmente en el caso de Francia, que se resistía a abandonar la esperanza de mantener a Alemania debilitada e impotente (hay que recordar que los británicos no se sentían acosados por los recuerdos de la derrota y la invasión). En cuanto a la URSS, los países vencedores habrían preferido que no existiera. Apoyaron a los ejércitos de la contrarrevolución en la guerra civil rusa y enviaron fuerzas militares para apoyarles y, posteriormente, no mostraron entusiasmo por reconocer su supervivencia. Los empresarios de los países europeos rechazaron las ventajosas ofertas que hizo Lenin a los inversores extranjeros en un desesperado intento de conseguir la recuperación de una economía destruida casi por completo por el conflicto mundial, la revolución y la guerra civil. La Rusia soviética se vio obligada a avanzar por la senda del desarrollo en aislamiento, aunque por razones políticas los dos estados proscritos de Europa, la Rusia soviética y Alemania, se aproximaron en los primeros años de la década de 1920.



La segunda guerra mundial tal vez podía haberse evitado, o al menos retrasado, si se hubiera restablecido la economía anterior a la guerra como un próspero sistema mundial de crecimiento y expansión. Sin embargo, después de que en los años centrales del decenio de 1920 parecieran superadas las perturbaciones de la guerra y la posguerra, la economía mundial se sumergió en la crisis más profunda y dramática que había conocido desde la revolución industrial (véase el capítulo III). Y esa crisis instaló en el poder, tanto en Alemania como en Japón, a las fuerzas políticas del militarismo y la extrema derecha, decididas a conseguir la ruptura del statu quo mediante el enfrentamiento, si era necesario militar, y no mediante el cambio gradual negociado. Desde ese momento no sólo era previsible el estallido de una nueva guerra mundial, sino que estaba anunciado. Todos los que alcanzaron la edad adulta en los años treinta la esperaban. La imagen de oleadas de aviones lanzando bombas sobre las ciudades y de figuras de pesadilla con máscaras antigás, trastabillando entre la niebla provocada por el gas tóxico, obsesionó a mi generación, proféticamente en el primer caso, erróneamente en el segundo.

NOTAS
1. En realidad, el tratado de Versalles, sólo establecía la paz con Alemania. Diversos parques y castillos de la monarquía situados en las proximidades de París dieron nombre a los otros tratados: Saint Germain con Austria; Trianon con Hungría; Sèvres con Turquía, y Neuilly con Bulgaria.
2. La guerra civil yugoslava, la agitación secesionista en Eslovaquia, la secesión de los estados bálticos de la antigua Unión Soviética, los conflictos entre húngaros y rumanos a propósito de Transilvania, el separatismo de Moldova (Moldavia, antigua Besarabia) y el nacionalismo transcaucásico son algunos de los problemas explosivos que o no existían o no podían haber existido antes de 1914.
3. Las islas Aland, situadas entre Finlandia y Suecia, y que pertenecían a Finlandia, estaban, y están, habitadas exclusivamente por una población de lengua sueca, y el nuevo estado independiente de Finlandia, pretendía imponerles la lengua finesa. Como alternativa a la incorporación a Suecia, la Sociedad de Naciones arbitró una solución que garantizaba el uso exclusivo del sueco en las islas y las salvaguardaba frente a una inmigración no deseada procedente del territorio finlandés.







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